Tras los pasos chilangos de Roberto Bolaño

Usted está aquí

Tras los pasos chilangos de Roberto Bolaño

En la vida y obra del autor de Los detectives salvajes y El espíritu de la ciencia ficción (obra póstuma publicada recientemente), México es el país de su adolescencia. Esta crónica sigue la difusa pista del Bolaño infrarrealista en cafés, librerías y hoteles de paso de la Ciudad de México, donde fue más poeta que nunca

“Yo creo que Bolaño se pasó de la poesía a la prosa por hambre”, dice el poeta infrarrealista José Peguero, rebautizado como Jacinto Requena en Los detectives salvajes. Sus palabras retumban desde el fondo del café Río, túnel del tiempo fundado en 1961 y enclavado en el corazón de la calle Donceles, en pleno Centro Histórico. El Río sólo tiene seis mesas y en más de una hay estudiantes despeinados y aspirantes a artistas aferrados a un libro y su correspondiente capuccino. La ruidosa hipótesis de Peguero sobrevuela el cuchitril y llega a los oídos de la mesera, experta en escuchar conversaciones sobre poesía, pobreza y el espíritu libre y transgresor de los verdaderos escritores. A un costado, el eco de la frase arranca de su sopor a dos lectores vecinos. No cuesta nada tentarse e imaginar que el joven Roberto Bolaño (1953-2003) bien pudo haber sido uno de ellos.

—¿Por hambre? ¿Por qué?

—Porque de algo hay que vivir. Y la poesía, digamos, no deja. Que yo recuerde, él aquí trabajó con el papá, que era camionero, como repartidor de gas y de refrescos Pascual. Y en España, hasta donde entiendo, hizo lo mismo. ¡Si en una carta que le manda a Efraín Huerta dice que está feliz porque consiguió un trabajo en la distribución de Coca Cola!

Junto con Mario Santiago y el chileno Bruno Montané, Peguero fue uno de los grandes compañeros de andanzas de Roberto Bolaño en sus míticos años mexicanos. Si lo que se cuenta en Los detectives salvajes es cierto, ninguno de los tres era especialmente próspero. La precariedad en la que vivían era tal que Santiago (Ulises Lima) le habría contagiado algo parecido a la sarna a Montané (Felipe Müller), anécdota que el propio Montané confirmó en una entrevista publicada en la revista Shandy.

En la vida y obra de Bolaño, Chile es el país de su infancia, México el de la adolescencia y España el de su madurez. Y como la adolescencia es sinónimo de libertad e idealismo, el México que el autor evoca en sus libros llega teñido por un impulso bohemio y aventurero que Peguero resume como “la total falta de pretensiones”, rasgo que definiría tanto al infrarrealismo como al amigo transformado en una auténtica leyenda de la literatura hispanoamericana.

Al mismo tiempo, como ocurre con las mejores leyendas, a Bolaño lo rodea el enigma. ¿Será que, en su caso, hay que aceptar la veracidad de su malditismo, “como si el dolor no fuera suficiente enigma o como si el dolor no fuera la respuesta (enigmática) de todos los enigmas”, según se lee en su relato “Vida de Anne Moore”? Lo cierto es que, a casi 15 años de su fallecimiento, aún no se ha publicado ninguna biografía exhaustiva que revele los pormenores de su historia. A la aparición de sus libros póstumos, entre ellos algunos muy notables como Entre paréntesis y La Universidad desconocida, la ha acompañado un escándalo en sordina que incluye una amante más o menos pública, presuntas listas negras de amigos y un agente literario cuyos movimientos son, ante todo, bancarios. En la Ciudad de México estuvo entre 1968 y 1977, en un paso que todavía carece de un registro más veraz y minucioso que el de las novelas Amuleto y Los detectives salvajes y varios de los relatos compilados en Llamadas telefónicas y Putas asesinas.

Lo único que se sabe es que de Bolaño no se sabe casi nada. Tal vez por algo de todo esto, semanas atrás recibí una llamada del INBA para coordinar el paseo literario “Distrito Bolaño”, que el próximo jueves llevará a los asistentes a un breve tour por algunos de los lugares del Centro Histórico más representativos de la vida del autor. La idea de los organizadores consiste en demostrar que la Ciudad de México constituye una pieza indispensable en el puzzle que representa el escritor chileno, y que quizás no haya mejor manera de reconstruir esa pieza que ir tras lo poco que se conoce de él.

Alentado por esa sospecha, llamé a Peguero y fui a su encuentro en el café Río. Y una vez allí, ya entrados en confianza, me confesó que para él Bolaño hizo a un lado la poesía con el objetivo de escaparle al hambre sin abandonar su vocación de escritor.

Y es que, entre los poetas en general y los infrarrealistas en particular, no está nada bien visto que uno de los suyos se sume al bando de la prosa. “La poesía no se vende —explica Montané en la ya citada entrevista de Shandy—. La prosa es más fácilmente publicable porque el discurso narrativo de A a Z se presenta como más legible, y si es más legible también se convierte en un producto editorial. Algunos infrarrealistas vieron como una traición que Bolaño se pasara a la prosa”.

Aún cuando la poesía compilada en Los perros románticos, Tres y La Universidad desconocida se nutre de un fuerte aliento narrativo, la explicación que ofrecen sus íntimos de su golpe de timón se apoya en las urgencias vitales de Bolaño, que tiempo más tarde él convertiría en uno de los grandes temas de una obra en la que, en definitiva, no hay una frontera decisiva entre la poesía y la prosa.

De repartidor de gas en México a ganador serial de concursos de cuentos (“cazador de caballeras”, según sus palabras), quizás el autor de Los detectives salvajes cambió de género literario para poder contar, de manera amplia y en detalle, cómo se las ingenia un poeta a la hora de enfrentar la necesidad. “Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo”, escribe al principio del relato “Enrique Martín”.

¿Y cuándo y dónde Roberto Bolaño fue más poeta que nunca? Durante su juventud en la Ciudad de México.

Como Juan Villoro señala en el documental Bolaño cercano, uno de los aciertos de Los detectives salvajes es la reivindicación de la figura del poeta no a partir de su obra, sino a través de la valentía de “vivir poéticamente”. Bolaño habría visto el poder de esa “poesía en acción” en la psicomagia de su compatriota Alejandro Jodorowsky (contemporáneo suyo en México) y, sobre todo, en el desprejuicio de sus colegas infras, cuyo repudio al modelo de intelectual encarnado por Octavio Paz era el reverso de su inflamable curiosidad por la vida de aquellos que, escritores o no, tuvieran una historia para contar.

Fue el caso, entre otros, de Lupe, la prostituta a quien le dedica el que tal vez sea el más bello de todos sus poemas.

“Trabajaba en la Guerrero, a pocas calles de la casa de / Julián / y tenía 17 años y había perdido un hijo. / El recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel / Trébol, / espacioso y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal / para vivir durante algunos años. El sitio ideal para / escribir / un libro de memorias apócrifas o un ramillete de poemas de terror. Lupe / era delgada y tenía las piernas largas y manchadas / como los leopardos. / La primera vez ni siquiera tuve una erección: / tampoco esperaba tener una erección. Lupe habló de su / vida / y de lo que para ella era la felicidad”.

¿Cómo es, hoy, ese hotel Trébol? ¿Existe aún? ¿Y cómo y dónde está esa Lupe que parece la compañera ideal del joven empeñado en “vivir poéticamente”?

Tras dejar a Peguero en el café Río me decidí a ir hacia la Guerrero, en busca de ese “sitio ideal para escribir un libro de memorias apócrifas o un ramillete de poemas de terror”. En el camino crucé las librerías de viejo de Donceles, donde Bolaño y sus amigos compraban o robaban las novelas policiales y de ciencia ficción (editadas por Minotauro) que los formaron, muchas de ellas homenajeadas en la nueva novela póstuma del autor.

En Allende doblé hacia el lugar que Peguero me había descrito como aquél al que había acompañado a su amigo para que se comprara una Olivetti Lettera portátil, la misma que se llevaría en su travesía a España. Y después de buscar —y no encontrar— los restos de la papelería en la que ambos compraban las libretas Ideal “baratas y perfectas para llevar en el bolsillo” según el poeta al que acaba de ver, me subí al taxi que me dejó en Violeta 67, en la puerta del hotel de paso pintado del mismo color que nombra la calle.

En el lobby, mínimo y tenebroso, brillaba un cartel con el precio y una inquebrantable norma de la casa: la promoción de 3 horas por $150, y la advertencia de que “las habitaciones son para dos”. Una puerta eléctrica separaba el lobby del pasillo donde florecería el amor. Y, aunque el vidrio de la ventanilla del cajero era de un grosor respetable, no ocultaba que algún que otro cliente lo había golpeado con los puños o algo peor. ¿Cómo y por qué el detective salvaje había llegado hasta aquí? ¿Por qué sentía que en las historias que le contaban en las camas de semejante hotelucho habitaban los secretos de su vida, alma y vocación?

Con esas preguntas en la cabeza regresé a los alrededores de Bellas Artes. Enfrente, en la Alameda, pasé por la librería El Sótano, escenario del insólito encuentro de Bolaño con la actriz Jacqueline Andere, recreado en el relato “El Gusano”, de Llamadas telefónicas.

A la vuelta del café Río, en el 17 de República Argentina, a un lado del Templo Mayor, llegué al que fuera el departamento de Bruno Montané, la cuna del infrarrealismo, el lugar donde el artista “Piel divina” recibe su mote en Los detectives salvajes. Hoy el edificio alberga las oficinas y las bodegas de Porrúa, la centenaria cadena de librerías. En el primer piso, donde Montané recibía a sus amigos, los pasillos y anaqueles dan a libreros que, tras moverlos, abren paso a más salas y puertas.

“Por pasadizos como éste es que a esta parte del edificio le llamamos Narnia” me confesó una de las empleadas, como si me contara un secreto.

Al piso infrarrealista le derribaron paredes y lo acondicionaron como sede de oficinas, pero los detalles de otras vidas y otras épocas sobreviven bajo la forma de tragaluces pintados con imágenes de montañas. Entre los muros y las mesas se apilaban libros de todos los estilos y tamaños. En la cima de una de esas pilas, créase o no, había un estudio académico sobre Roberto Bolaño. Como si el destino literario aún permaneciera en la casa, atrapado por los espíritus que no olvidan su hogar.