Tom Wolfe y Philip Roth en campaña en México

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Tom Wolfe y Philip Roth en campaña en México

 Poder narrativo y poder político. Los candidatos presidenciales lo mismo divagaron con dudosas interpretaciones de la historia y sus héroes; mostraron su rechazo airado a las realidades actuales, como si no formaran parte del paisaje que describen como siniestro, y apuntaron a un apocalipsis inminente si llega el puntero. Todo, en la semana en que se extinguieron dos grandes de la literatura. Primero, el lunes 15 de mayo, murió Tom Wolfe, el escritor incubado en los orígenes del nuevo periodismo de los 60, desmitificador de la siempre mutante actualidad estadounidense, eco de sus lenguajes regionales, étnicos, de mezclas migratorias y de clase. Luego, el lunes 22 de mayo, se fue Philip Roth, el re creador y desmitificador del pasado, autor temerario de una historia alternativa de Estados Unidos que se ha vuelto profecía a punto de cumplirse.

Iniciemos con el puntero una aproximación, como narradores, a quienes aspiran a gobernarnos. Políticos y escritores suelen compartir temáticas, pero, obviamente, no es difícil contrastar el poder narrativo de los novelistas idos, con las debilidades (entre otras cosas, también narrativas) de buena parte de los mensajes del poder político. Pero también suelen divergir en temas y tratamientos. Por ejemplo, salvo en alguna literatura sobre la extrema derecha nacionalista de Estados Unidos, parece difícil encontrar un personaje tan apegado a la simplificación de la historia oficial como López Obrador, con una veneración tan estereotipada a los héroes, sustentada en vaguedades, lugares comunes y pasajes anecdóticos. Y salvo los terroristas del Estado Islámico que invocan a Alá cada vez que asesinan, tampoco es fácil encontrar en el discurso político de las democracias invocaciones al sagrado Corazón de Jesús contra el adversario, como las recientes de AMLO, la opción supuestamente de izquierda para la Presidencia mexicana.

Póker de ases. Pero por estas ambigüedades no hay que subestimar la densidad literaria de quien encabeza las encuestas. Detrás de esa hagiografía, la narrativa de AMLO traza su propio personaje sexagenario atado a fantasías infantiles de grandeza, como podría ocurrirle a algún personaje de Wolfe. Aunque bastante más joven, Sherman McCoy se soñaba “a master of the universe”. Sólo que López Obrador es más eficaz. Con la misma facilidad con que vuela a un estadio de béisbol de grandes ligas a fijar para la eternidad su imagen con la del inmortal Barry Bonds —un sueño estándar de clase media acomodada de México— vuela discursivamente a otra inmortalidad al colocarse junto a tres presidentes inmortales, los que llenan las estampas más vistosas de los libros escolares: Juárez, Madero y Cárdenas.

Dormidos o despiertos, niños y adolescentes sueñan en grande. Si viven en zonas beisboleras, fantasean con su cercanía a sus héroes en posters, guantes, pelotas y con dar un jonrón con casa llena para vencer no al adversario sino el malestar íntimo, las inseguridades de la edad. Cuando la fuente de las idealizaciones es el libro de texto, los alumnos ensueñan tomar el lugar de un niño héroe en el Castillo de Chapultepec; firmar el mensaje sellando la suerte de Maximiliano; echar del poder a Porfirio Díaz, o confiscar las compañías petroleras. La pregunta es: ¿qué será capaz de hacer AMLO para vencer inseguridades y materializar el sueño infantil de colocarse en la estampa como el cuarto as de un invencible póker de ases de nuestra historia?

Infancia y poder. Cuando aquellos sueños de gloria propios de la niñez se traducen en infantilismo obsesivo en el adulto en el poder, como lo han registrado los mejores biógrafos de grandes dictadores, lo menos grave es su apetito por obras físicas monumentales y muchedumbres imantadas: el espacio público como maqueta de juegos del niño adulto en el trono. Pero lo aterrador suele estar en sus sueños de superioridad moral y sus fijaciones de pureza nacionalista, étnica o de clase. (Siguen Wolfe y Anaya).