Tecleo de diciembre

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Tecleo de diciembre

Esta tarde lluviosa ha tenido negros nubarrones. Son toldo negruzco sobre un profundo azul. Parece ser devorado por la negritud.

Primero cayeron las gotas jugosas y estallantes. Luego las siguieron los granizos redondos como canicas saltarinas. Resonaban en el domo, imitando el trepidar de una metralleta. Ahora el agua se mete por la ventana y los granizos amenazan con romper los cristales. Y ahí dentro esta Jorge. Esta sorbiendo sonoramente su caliente café. Su mano ase un tazón voluminoso. Tiene adornos de fina artesanía regional. 

Puede entrar a internet por esa valiosa tarjeta recién comprada. Su ordenador es totalmente portátil, delgado y ligero. No hay cables. Jorge no se puede concentrar por el estruendo del granizo que impacta el domo de grueso plástico, colocado en el techo, sobre su cabeza.  “La luz cenital es la mejor para escribir”, ha comentado en un correo, recientemente enviado a su amiga Alondra, compañera de facultad.

Siente Jorge sus pies mojados. El agua ha corrido ya hasta las alpargatas que Alondra le ha traído de España. Fue en esta cabaña de la sierra donde Jorge organizó aquella vez la recepción para ella, junto con algunos invitados estudiantes, después de su periplo europeo. 

Ella le dio, en esa ocasión, con gran sonrisa, las alpargatas con suelas de mecate que él había admirado tanto en la panadería La Asturiana. Es el negocio del padre baturro de la chica. “¡Bravo, ¡qué bien!”, gritaba entonces Jorge, palmeando la espalda del empleado. Es que llegaba a saludarlo, deslizándose tres metros sobre la duela de la panadería. “Esa agilidad se debe a tus alpargatas. Cuando tenga yo unas de esas te haré la competencia”. 

Después de besar a Alondra las había estrenado  en aquella fiesta amigable, disfrutada en esta misma cabaña. Son ahora calzado cómodo habitual para estudiar en este rincón de la sierra. Al estilo japonés, acostumbra Jorge colgarlas en el muro de troncos, contiguo a la puerta, para tomarlas fácilmente al entrar.

Ya es un chorro el que entra por la ventana. Esto es una gran corriente y su ímpetu arrecia. Las maderas empiezan a crujir en los muros.

“Se está inundando la cabaña”, escribe Jorge en la pantalla, arrojando al suelo la taza de café. En el Cco del e-mail ha escrito la dirección de Alondra. Oprime “Enviar”. El agua de la salpicadura del tazón, al hundirse, llega hasta sus lentes. Toda la cabaña empieza a girar. Se abre la puerta y Jorge sale precipitadamente. Trepa por los peñascales en que se apoyaba la cabaña. La ve como se desliza hacia abajo deshaciéndose. La cabaña de fiestas y estudios lleva dentro, en su caída, el ordenador y el tazón artisticamente decorado. Con él, Jorge, había hecho el brindis, tan aplaudido, en la fiesta de bienvenida, a la compañera que hacía honor a su nombre...

...Pasa más de tres horas abrazado a un árbol resistente, viendo la corriente que amaina. Ya casi para desmayarse, oye la voz de Alondra que grita: “¡Ahi está, lo estoy alumbrando con la lámpara!”...

...En la clínica le han quitado todo. Han subido la calefacción para contrarrestar la hipotermia. Le han puesto una túnica jaspeada. Cuando Jorge despierta, Alondra, que todavia recuerda las palabras de aquel brindis de gran tazón, le sonríe y le da un beso. 

Suelta enseguida una carcajada relajante al ver que sobresalen -bajo la túnica- mojadas y enlodadas, enfundadas en sus pies, las alpargatas traídas de España para ganarle, a un empleado, una competencia de deslizamiento, sobre las pulidas duelas de La Asturiana...