Stalingrado, la ciudad que cambió al mundo

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Stalingrado, la ciudad que cambió al mundo

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La batalla más cruenta de la historia se dio por terminada un día como hoy, 2 de febrero, hace 75 años

Han pasado 75 años desde el final de la que seguramente fue la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial y la más cruenta de la historia.  

El aterrador e imparable avance de los Ejércitos de Hitler había sido detenido no solo por las balas, sino  por el hambre y por el frío congelante.

El escritor Vasili Grossman, que más tarde ensalzaría la heroica lucha de los civiles por la defensa de Stalingrado, notó de manera angustiosa la inmensa carga que había recaído sobre las mujeres de aquella antes hermosa ciudad. Con prácticamente todos los hombres de esa comunidad incorporados al Ejército, ellas habían tenido que arreglárselas para sobrevivir: no tenían a nadie en quien apoyarse, empezaron a asumir funciones que otrora habían sido netamente masculinas y criaban solas a sus hijos. 

“¡Al fin se escucharon las primeras voces de victoria! ¡Los alemanes están totalmente destruidos. Da asco verlos. Llenos de mocos, harapientos y congelados! ¡Son la escoria!”, escribió una joven de Stalingrado en su diario el 3 de febrero de 1943.

Se refería a los soldados y oficiales del Sexto Ejército alemán, que se habían rendido el día anterior: unos 100 mil prisioneros, de los que solo sobrevivió la mitad. 

No les quedaba compasión
Los alemanes capturados ofrecían una imagen patética: hambrientos y enfermos. Iban en fila e intentaban mantenerse alejados de los civiles que amenazaban con escupirlos, golpearlos y quitarles sus pertenencias.  

Los soldados rusos les daban un tiro a los soldados alemanes que no tenían fuerza suficiente para andar. Y las mujeres, los viejos y los niños del lugar se colocaban a los lados del camino para intentar quitarles las mantas, arrojarles piedras, empujarlos, darles patadas y escupirlos a la cara. Después de medio año de una batalla que se había cobrado más de un millón de vidas de soldados y civiles, a nadie le quedaba compasión.

Una calamidad humana
La decisiva batalla de Stalingrado, entre el 23 de agosto de 1942 y el 2 de febrero de 1943, fue uno de los hitos más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial.

Mientras los hombres defendían la ciudad, las mujeres quedaron abandonadas a su suerte. Anna Aratskaya, que vivía entonces en Stalingrado, escribió en su diario, el 27 de septiembre de 1942: “Han quemado nuestra casa, igual que nuestra ropa, que habíamos enterrado en el patio. No tenemos vestido ni zapatos, no tenemos un techo bajo el cual refugiarnos. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?”.

La ciudad había quedado convertida en un ‘gigantesco campo de ruinas’ por los bombardeos masivos de los alemanes. Quedaban en pie algunas casas con las ventanas rotas, sin paredes, y una que otra chimenea. Numerosos soldados heridos y hambrientos yacían en los patios y en las calles. La gente vagaba entre los escombros en busca de comida o de algo que pudiera servirles. 

Muchas mujeres no tenían más remedio que intentar subir a una barcaza para atravesar el río Volga, que dividía en dos partes a la ciudad, para buscar donde asentarse. 

Se volvió habitual escavar agujeros en las paredes de los barrancos que se levantaban a orillas del Volga, desde donde se presenciaba como avanzaban los alemanes, pero la gente tuvo que abandonar también esos agujeros. 

¿Cómo subsistieron durante los fríos meses que duró la batalla?

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La ayuda femenina
Se dice que había una orden de Stalin de mantener a los civiles en la ciudad para que los soldados, muchos de los cuales eran de allí, lucharan con más pasión para proteger a sus familias.

En efecto, infinidad de soldados habían sido reclutados en la ciudad y sus alrededores poco antes de la batalla o incluso una vez empezada. A medida que se desarrollaban los combates, muchos adolescentes entraron a trabajar en las fábricas militares o se incorporaron, de forma oficial o extraoficial, al Ejército. 

Entre ellos había muchas chicas menores de 18 años. Y aunque todavía no tenían edad de alistarse, querían contribuir a la lucha y a acelerar el final de aquella pesadilla. La otra razón por la que lo hacían era porque el Ejército les ofrecía al menos una ración de pan de vez en cuando.

Durante un par de semanas, Alexandra Mashkova, una residente de la ciudad, vio cómo, cada madrugada, jóvenes reclutas subían las laderas del Volga, para incorporarse a los combates. Le parecían chicos asustados y muy jóvenes. 

Poco a poco, las adolescentes empezaron a ayudar a esos civiles heridos: les vendaban las heridas o los llevaban en camillas improvisadas hasta las orillas del río. Alexandra, que tenía entonces 17 años, se unió a grupo médico y de pronto se vio ayudando a los cirujanos. 

Al principio tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para sostener a un soldado mientras le amputaban una pierna o le abrían un brazo, pero “una se acostumbra a todo”. 

Las jóvenes enfermeras comían los pocos alimentos que les daban dentro de quirófanos improvisados. “Teníamos un pedazo de pan en el bolsillo, así que nos limpiábamos la sangre de las manos en la bata, sacábamos el pan y nos lo metíamos a la boca”.

La visión de otra chica
Angelina Kolobushhenko que operaba un carro de ataque antiaéreo, formaba parte de un comando de mujeres, que después de disparar contra los aviones alemanes, dirigían los cañones contra los carros de combate alemanes que habían conseguido llegar a varios sectores de la ciudad, incluso a una fábrica de tractores, donde trabajaban muchas mujeres. “Murieron casi todas, incluidas las cocineras y las enfermeras. Solo sobrevivieron unas pocas”.

En noviembre empezó a notarse que la situación estaba cambiando. Había cada vez más prisioneros alemanes, y Angelina sentía lástima tanto por ellos como por los que había visto casi muertos de frío. 

Ella y sus camaradas tenían botas de fieltro y abrigos de piel de cordero. Y le daban pena los prisioneros alemanes con sus delgados abrigos y unos extraños zapatos de paja, nada preparados para el crudo invierno ruso. 

Angelina comprendió que aquellos jóvenes no iban a sobrevivir mucho tiempo, con su ropa de verano, casi sin comida, en la ciudad destruida, sin lugar donde refugiarse ni madera para hacer fuego.

Dos contemporáneas de Angelina, las pilotos de combate Lilya Litvyak y Katya Budanova, volaban con su regimiento para impedir que los alemanes arrojasen provisiones a las tropas sitiadas. 

Las dos habían pilotado aviones deportivos y habían sido instructoras de vuelo antes de la guerra, pero aprendieron más en sus 10 meses en el Ejército que en toda su carrera anterior. 

El final
Cuando la batalla de Stalingrado llegó a su final, cientos de miles de mujeres se habían incorporado al Ejército. El país había perdido a tantos hombres que a las autoridades no les quedó más remedio que utilizar a las mujeres en todas las funciones militares (se estima que al menos medio  millón de mujeres se unieron a la defensa de Stalingrado). 

Finalmente el 2 de febrero de 1943, el general ruso Von Paulus, comandante de las Fuerzas Armadas rusas  firmó la rendición de Alemania. (Selector de Vanguardia).