‘Soul’ de Pixar

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‘Soul’ de Pixar

El estreno más importante del nefasto 2020 que recién concluyó pero -por lo que se está viviendo ahora en Whashington DC-, parece que tiene cola, o un mes extra (“te llamaré diciembre junior”), es la cinta “Soul”

Producto de esa factoría de excelencias animadas (tú no, “Cars”), Pixar, la película está dirigida por Pete Docter, responsable de otros clásicos de la misma marca: “Monsters, Inc.” (2001), “Up” (2009), “Inside out” o “Intensa-Mente” (2015).

Y aunque desde “Up” se preocupó, como guionista también, por abordar temas complejos como la muerte, o por representar visualmente conceptos abstractos como hace en “Inside Out” con las emociones, esta vez se fijó una meta más ambiciosa: discursar sobre el sentido de la vida. Y he aquí que tengo sentimientos encontrados con el filme respecto a la conclusión hacia la cual nos conduce.

Primero comentaré de soslayo los aspectos técnicos. Visualmente es portentosa. Usted va a leer y a escuchar cualquier cantidad de encomios por los colores, la iluminación y las texturas logradas al recrear personajes humanos (piel, cabello, indumentaria) y una New York tan realista, que se aproxima peligrosamente a la pregunta ¿qué sentido tiene hacer una película animada, si imita con tal fidelidad al mundo material? Pero el poco juego que se permite con la anatomía de los personajes y su interpretación del plano espiritual lo responderían de cualquier manera.

Pixar fue pionera en ofrecer al mundo el primer largometraje en CGI o animación computarizada, “Toy Story” de 1995, y se antoja como favorita en la carrera hacia la cumbre del cine digital: Hacer una película que sea imposible de distinguir de fotogramas capturados de la realidad. Ello ocurrirá en cualquier momento.

Allí hay tema para un debate filosófico en el campo de las artes, pero el que nos interesa ahora es el que postula el guion de “Soul”, que intentaré reseñar muy brevemente sin “spoilers” porque de momento sólo está en la plataforma de Disney + y puede que muchos aun no tengan oportunidad de verla, puesto que los cines… mejor no hablemos de cosas tristes.

Joe Gardner es un excepcional pianista de jazz, pero en vez de estar triunfando en los escenarios neoyorquinos, como es su sueño, se dedica a enseñar música a adolescentes apáticos en una secundaria local que justo le ofrece una plaza fija con todas las prestaciones, lo que significa más compromiso y un mayor distanciamiento de sus aspiraciones.

Ese mismo día, se le presenta la oportunidad de tocar y unirse a la banda de una de sus heroínas de la música, la saxofonista Dorothea Williams. Tan emocionado está que por descuido tiene un accidente que lo deja en coma, hospitalizado, en tanto que su alma, su esencia, su espíritu, ya se enfila rumbo al Gran Más Allá.

Para eludir este último trance definitivo, puesto que siente que no ha cumplido aún su gran propósito, Joe se hace pasar por un preparador de almas y le asignan a una especialmente problemática, 22 (así se llama, “22”) a quien nadie ha podido infundir con una chispa de inspiración para animarle a la aventura de vivir. De manera que sumarán esfuerzos para que Joe recupere su vida donde la dejó (justo antes de su gran oportunidad) y 22 por seguir instalado en el cómodo limbo de la no existencia. Obviamente, lo que aprendan en el camino será muy diferente.

“Soul” está catalogada ya como la cinta más adulta producida por Pixar, que suele narrar sus historias en dos pistas simultáneas, una primordialmente infantil. Aquí sin embargo, los dilemas son eminentemente maduros, como el vacío existencial ante la inminencia de la muerte, único destino seguro en ese viaje de frustraciones llamado vida.

Y no, déjeme adelantarle que la redención NO le llega al protagonista a través de su gran pasión, el jazz, la música en su expresión más elevada. Al contrario, luego de materializar su anhelo, Joe se da cuenta que tampoco eso le da sentido al sinsentido del por qué estamos aquí (ni tampoco los lugares comunes como la amistad o el amor en cualquiera de sus formas).

La respuesta parece estar en el simple hecho de poder caminar, metáfora de todo lo mundano en la sensorial experiencia que es vivir.

¿Para qué venimos a este mundo? Para sentir el duro pavimento bajo nuestros pies y, si tenemos suerte, para comer un pedazo de pizza. Y después morimos.

Es poco, es pinche, pero es lo que hay. ¿Preferiría no haberlo conocido?

El cine tradicionalmente -y no se diga Disney- se ha esmerado desde sus orígenes en presentarnos historias que inspiren: “Si te esfuerzas lo suficiente y lo deseas con todo tu corazón, lo conseguirás”.

Pero esta parece ser la antítesis del planteamiento tradicional: “Oye, está bien si no lo logras. De cualquier manera en conseguirlo no está la respuesta. Confórmate con sentir el aire en tus pulmones”.

Por consiguiente, es difícil que el espectador se conmueva hasta las lágrimas o encuentre la gran catarsis en la escena final, es más probable que le deje una sensación incómoda que se agudice con el paso de los días. Así que, bajo su riesgo.

No será raro incluso que genere mucho rechazo, porque cuando las obras son así de arriesgadas, nos hablan a unos antes, a otros después, según el momento de la vida en que cada quien se encuentre.

A mí sólo me preocupa -en serio- que esta obra sea el preámbulo de una era de nihilismo global, en la que la persecución de ningún sueño tiene valor o importancia porque, a fin de cuentas, hemos de morir y ser olvidados junto con nuestros mayores logros.

Me preocupa porque, aun cuando soy consciente de la futilidad de la existencia, todavía me gustan las historias que me animan a ir en pos del espejismo.