Sonata del gato a dos violines
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Sonata del gato a dos violines
Por: Nayely Reyes
Coeditora
Allegro
Dudaste antes de cruzar y ella soltó tu mano. Llegó al otro lado justo antes de que los autos reanudaran la marcha y tuviste que esperar al próximo cambio del semáforo.
Más tarde, mientras caminaban a su apartamento después de una película, empezaste a darle vueltas a ese acto y llegaste sin querer a una conclusión que no te dejó dormir esa noche: ella iba a dejarte.
La conociste un año antes, se presentó tarde en tu clase y no la dejaste entrar. Te halagó que se disculpara contigo de una forma tan vehemente y te pareció discretamente bonita. La recuerdas buscándote al terminar el curso para tomar café, agradecerte el tiempo extra y devolverte los libros.
“Quédatelos”. Y luego esa primera sonrisa, ese primer coqueteo torpe.
En los próximos meses le enseñaste el cine italiano, la literatura rusa, el jazz estadounidense, el vino y el sexo universales. La hiciste pensar, rebelarse a su sofocante familia de clase media alta. La rehiciste. Incluso la animaste a tomar esa clase de violín en la academia.
Andante
Ahora ella duerme junto a ti, aún le quedan huellas del llanto. Te ha dicho que irá a seguir sus sueños, que quiere dejar su huella en el mundo, que si no lo hace se volverá loca, que le duele la guerra y la devastación del planeta, que alguien tiene que hacer algo, que no intentes detenerla, que va a aprender un montón de cosas, que no hay nadie más, que tocará con una pequeña orquesta, que es mejor que sus papás no sepan dónde está, que no puedes ir con ella, que vivirá con una pareja de activistas, que tienes que prometer que cuidarás a la Maga. Que te ama.
Los maullidos de la Maga te despiertan. Se ha salido por el balcón y camina por la barda del vecino. Te preguntas cómo lo hizo, no tiene una de sus patas y está casi ciega. Ella la trajo, era un saco de piel y huesos rotos cubiertos de pelo que apenas respiraba, la habían atropellado a unas cuadras de su casa y su papá no la dejó conservarla. Te suplicó que la aceptaras durante un par de noches que se volvieron todas. No lograste persuadirla de no bautizarla así, “es un cliché”, le dijiste, y la llamaste “cliché” sólo para hacerla enojar.
Rondó
Subes a la azotea y la llamas. “¡Maga!”, se detiene un segundo, pero se aleja cuando te acercas. Sabes que estará destrozada si algo le pasa. Llega a la azotea del vecino. La sigues. Si alcanza los árboles del bulevar, estará perdida, y tú con ella. El aire chilla y amenaza con arrancar las antenas de televisión.
Piensas en las series que no volverán a ver juntos, en los boletos del concierto del próximo mes y en la cita del peluquero.
Un perro ladra, la Maga esponja la cola y gruñe. Le gritas con desesperación. Caminas tambaleando por el filo de la barda sin ver hacia abajo. Vuelves a oír el rechinido del carro de la rueda de fortuna y su risa, “tan grandote y tan miedoso”. La gata no se detiene. Ya estás en otra azotea, arrecias el paso, casi la atrapas, sabes que no sobrevivirá allá afuera, necesita comida especial porque tiene la mandíbula dislocada. Ves sus tazones, uno para el alimento seco, otro para el húmedo, uno distinto para el agua, una caja de arena, un rascador, varios juguetes, partituras en la mesa, un perfume a medio terminar, varios abrigos, toallas femeninas, un cepillo de dientes, botellas de champú, botas para la lluvia. Cruzas una, dos azoteas más y de pronto estás en una casa a medio construir. Un alambre de púas te cierra el paso. La gata va trepando por uno de los árboles.
Las ramas se mecen con violencia. Le lanzas un ladrillo, te asombras de tu buena puntería. Se detiene pero no baja. Del otro lado de la arboleda, la estampida de coches cambia la dirección del viento. Lanzas otro ladrillo y la Maga cae de la rama y aúlla horriblemente. Su pelaje beige se mancha de negro. No hay nada que hacer, piensas. Otro ladrillo, otro, otro más y un “chingado, estúpida gata”. Ya no se queja.
Grand finale
Ella te despierta. Pregunta por la Maga. “Tal vez se salió y la atropelló un carro”, le dices, y saboreas la mirada, entre el llanto y la furia, que te lanza antes de salir a buscarla en las otras habitaciones. Toman un desangelado café, te enseña el reloj, su vuelo sale en menos de dos horas, debe apurarse. “Una amiga vendrá por las demás cajas”. Las demás cajas son los discos que le diste y otras baratijas. Le pides que se ponga un suéter, te entrega la llave y notas que dejó puesto su llavero. Le ayudas con la maleta mientras bajan las escaleras. Ella va delante de ti con su violín colgado en el hombro.
El estuche está abierto y alcanzas a ver un par de condones. A ti no te gusta esa marca.
Ella tropieza, resbala, pierde el equilibrio. Rueda escaleras abajo y oyes el violín crujir. Las partituras vuelan sobre los escalones, algunas escapan por el hueco de la escalera y llegan a los pisos de abajo.
Ella no se mueve. Una suave calma te inunda. Sabes que no habría sobrevivido allá afuera.