Sobre un premio (seguido por dos elogios)

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Sobre un premio (seguido por dos elogios)

ESMIRNA BARRERA

Hace poco más de un mes fui invitado por el Museo de Historia Mexicana (en Monterrey) para formar parte del jurado de un premio de Historia del Noreste. No puedo recordar por qué acepté, pero lo hice; dos días después estaba arrepentido, ¿no tenía suficiente trabajo en la universidad como para andar haciéndolo para una institución ajena? Mas no, como historiador tengo una cierta obligación de promover nuestra historia norestense. Y mi pesadumbre creció cuando recibí los manuscritos que debía revisar y calificar: pasaban de cuatro mil cuartillas (lo que traducido a páginas serían como cinco mil). Sin embargo, había dado mi palabra y desde niño aprendí que uno nunca se raja. Y no era cuestión de leer por encimita sino cuidadosamente para ser justo al atribuir a alguien el premio, o negarlo a otro. Tuve que firmar un compromiso de confidencialidad: no debería comunicar a nadie que sería juez y, segundo, una vez terminado el concurso me comprometía a destruir todos los manuscritos. Una precaución de los organizadores para evitar la consabida corrupción que se da mucho entre intelectuales (plagiar a otros o valerse de sus investigaciones).

El concurso tiene dos categorías: investigación y tesis de postgrado. Fueron 24 de la primera y siete de la segunda (muy pocas de ésta, quizás por el coronavirus). Así que ¡a leer se ha dicho! También quedaba en secreto quiénes serían los otros jueces.

La lectura de algunos textos resultó enfadosa; apasionante la de otros. Unos titularon de manera torpe sus escritos, pero a la lectura aparecían maravillosos. Total, llegué a la cita, que fue este jueves 29, con mis calificaciones (resúmenes, llamadas de atención, preguntas para los demás miembros del jurado.) Llevaba evaluaciones con mucha certeza de que eran las mejores y con un sentido de justicia por encima de todo. Tenía miedo de chocar con los demás y tener que polemizar. Al abrirse la discusión los que venían de Tamaulipas y Nuevo León me dieron la palabra, cosa que me intimidó. Propuse mis evaluaciones para primer lugar de “investigaciones”. Mi nerviosismo resultó fallido porque los otros coincidieron conmigo. Y es que esa investigación era excelente.

Advierto a los lectores que en los manuscritos enviados se evita el nombre de sus autores, lo que ayuda a ser más objetivo: ni su nombre, ni su procedencia, ni su institución deben aparecer. Otorgamos cuatro premios: primer lugar de investigación y de tesis y segundos lugares de ambas categorías.

El Museo sacó, entonces, los sobres cerrados y sellados en que aparecerían los nombres de los autores (el resto sería destruido sin abrirlo). Mencionaré sólo al triunfador. ¿Quién sería? Yo estaba seguro de que se trataba de alguien experimentado, más bien viejo, con tablas. Nos equivocamos los jueces: el ganador de 80 mil pesos era un jovencito de 24 años que no tenía más que licenciatura en Historia, ningún postgrado. Esto nos llenó de alegría.

Ahora no hablaré del texto puesto que se publicará (es parte del premio). Lo haré cuando aparezca. Sólo digo que es apasionante y que echa abajo no pocos mitos regiomontanos con seriedad y muy buena pluma. Tampoco falto a la confidencialidad porque ya hicimos públicos los resultados.

¿Y los elogios anunciados? Uno es para Javier Villarreal Lozano, que durante muchos años se distinguió por su servicio a los cargos que le encargaron. Primeramente, como profesor de la Escuela de Comunicación. Sus exalumnos coinciden en que fue su gran maestro. Nadie le hurta su sabiduría ni le niega su capacidad didáctica, su experiencia y generosidad. Una cosa que le admiré es que aun a personas con las que tenía conflictos jamás les negó el recinto del Centro Cultural que dirigía. Ya no repito lo que otros han dicho de él. Refrendaría la sentencia de San Pablo: “has dado la buena lucha”. El otro elogio es para mi querido Sergio Quintana (conocido por Timo), el músico alegre y espléndido, creativo y admirado. Su esposa, que fue mi alumna, me lo presentó y desde el primer momento nos estimamos. ¿Quién no lo disfrutó? Quedan sus melodías, letras de canciones y juegos rítmicos. ¡Era un mago!