Soberanía de todos y para todos

Usted está aquí

Soberanía de todos y para todos

“Soberano” es una palabra cuyo significado se ha ido diluyendo a lo largo de los siglos. Antiguamente se aplicaba a un Rey, Monarca o Emperador que poseía un poder absoluto, autónomo e independiente de cualquier otra persona, grupo o clase. Sus palabras y decisiones eran definitivas y definitorias. Tenían que ser obedecidas y cumplidas de manera incondicional. Solamente estaban limitadas por el territorio donde el supuesto monarca podía ejercer un “dominio absoluto”. Soberano y absoluto eran sinónimos. Y el poder radicaba en una persona.

La sociedad evolucionó y descubrió que la llamada soberanía ni era individual, ni era absoluta. Era interactiva. Es decir, un Rey era tan soberano cuanto era independiente de los demás: desde sus familiares y cómplices aduladores hasta sus poderosos opositores que conocían sus pasiones, codicias y ambiciones que lo volvían vulnerable y dependiente. 

Sin embargo, a pesar de esa real debilidad del poderoso Emperador, el pueblo lo seguía considerando poderoso y dueño de “vidas y haciendas”. Llegó la Revolución Francesa y se acabaron los soberanos y el absolutismo. El poder se volvió relativo a las diferentes fuerzas económicas políticas religiosas o militares que lo sostenían. De esa manera aparecieron no solamente los tres poderes democráticos oficiales que se sintieron dueños de la soberanía nacional, sino los otros poderes invisibles pero imperiales (dinero, religión, ejército, información) que controlan la soberanía real del país.

Hoy nos encontramos con la realidad de que México –como EU, Rusia, China, entre otros– no es un país soberano ni interna ni exteriormente. La soberanía política y comercial es global. No es absoluta sino relativa a las fuerzas financieras, militares, religiosas e informáticas internacionales. La ley de las fronteras que justificaban una soberanía nacional por encima de la necesidad humana también se está diluyendo por sí misma, al grado de que la muralla de Trump hoy es una aberración a pesar de que en otros tiempos era legítima en China, la Edad Media y Alemania Oriental.

Asistimos a un cambio muy profundo de la cultura humana cuando el derecho de inmigrar es reconocido mediante las nuevas políticas de proteger, cuidar y defender a los inmigrantes. El radicalismo de una soberanía absoluta ha cedido ante la necesidad de pan, asilo y seguridad de esos “seres humanos” que también son poseedores de una soberanía global que se llama dignidad humana.

El cambio tan rápido de la cultura saltillense del rechazo a la aceptación de los inmigrantes es muy digno de reconocer y alabar. Gracias a la consciencia cristiana de Pedro Pantoja y sus seguidores saltillenses tan multiplicados, Saltillo se ha convertido de “la ciudad donde no pasa nada”, en una ciudad humana que merece ser el “Santuario de los inmigrantes”, una ciudad que es pionera de la nueva cultura: soberanía sin barreras dictatoriales, excluyentes y deshumanizantes, soberanía de todos y para todos.