Sistema Anticorrupción, ¿es funcional o no?
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Sistema Anticorrupción, ¿es funcional o no?
La Secretaría Ejecutiva del Sistema Nacional Anticorrupción ha elaborado un diagnóstico respecto del grado de armonización existente entre la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción y las normas que han sido creadas en las entidades del País a partir de la primera. Un primer balance muestra la existencia de importantes diferencias entre una y las otras.
En el caso específico de Coahuila, cuya ley local fue publicada 14 de julio de 2017 en el Periódico Oficial del Estado, dicho diagnóstico ha encontrado cinco “omisiones” y siete “diferencias” entre la legislación local y la nacional, mismas que han implicado el encendido de luces rojas y amarillas por parte de quienes lo elaboraron.
Las diferencias más relevantes que han sido señaladas tienen que ver con la especificación de facultades de algunos órganos, específicamente el Comité Coordinador y el Sistema Local de Fiscalización, así como en los alcances del Sistema Nacional de Fiscalización.
La distinción entre “diferencias” y “omisiones” demanda un cierto grado de comprensión de la normatividad federal, así como de la técnica legislativa, para comprender a cabalidad si las discordancias detectadas constituyen realmente impedimentos para que el sistema pueda operar y ofrecer los resultados que la sociedad espera.
Una primera visión podría plantear que, en tanto las normas estatales difieren de las federales, no pueden surtir los extremos que se plantearon al diseñar un mecanismo nacional que combata con eficacia un fenómeno que todos los ciudadanos –o al menos una amplia mayoría– repudian.
En la acera opuesta podría ubicarse un diagnóstico que parta de una posición diferente: que el combate eficaz a la corrupción no depende de la creación de “normas perfectas” sino de la existencia de una determinación colectiva por denunciar, perseguir y castigar dicha conducta.
Una y otra posiciones son, en esencia, correctas. Nada puede reprocharse a quien las sostenga, pues ciertamente ambas rutas pueden dar como resultado –al menos en teoría– la disminución de la corrupción como fenómeno y, en consecuencia, la transformación de la cultura que la prohíja.
Sin embargo, para que cualquier modelo funcione es preciso que quienes padecen la corrupción no caigan en la trampa discursiva de quienes, bajo cualquier pretexto, plantean que el asunto debe ser dejado para después, y que sólo si se cuenta con un sistema inmaculado es posible considerar que el fenómeno puede ser combatido con eficacia.
La corrupción ha sido un fenómeno largamente reseñado en México. Las leyes que han existido en cualquier momento de nuestra historia han sido siempre suficientes para atajarla y disminuirla. Lo que ha faltado históricamente ha sido determinación para hacerlo.
Nunca estarán de más mejores normas jurídicas, por supuesto. Pero que el hecho de que nuestra legislación sea “imperfecta” –algo que, por lo demás, siempre será– no sirva de pretexto para postergar las acciones que garanticen, por lo menos, un combate mínimo al problema.