Siluetas ateneístas: Valle-Arizpe (2)

Usted está aquí

Siluetas ateneístas: Valle-Arizpe (2)

Don Artemio de Valle-Arizpe es uno de esos ateneístas que han conferido a su alma mater una amplia cuota de prestigio. Siempre lo llevó en su corazón y solía recordarlo a la menor provocación de sus coterráneos y colegas. El pasado día 15 se cumplió el 55 aniversario de la muerte de este ilustre escritor sin que nadie en Coahuila le rindiera homenaje. Mientras que a algunos se les rinde sobrada reverencia, a otros, don Artemio entre ellos, se les escatima la más mínima deferencia. Pero en fin, aquí interesa el escritor que da lustre a su ciudad natal y a la escuela de sus años mozos, aun y cuando su obra se despliega en la capital del País, en su tiempo quizás el único lugar que podía brindarle tema a su profunda vocación de escritor colonialista y donde podía encontrar cabida su insondable ingenio y personalidad.

No hacía mucho tiempo que la biblioteca y el menaje de casa de don Artemio habían llegado al Ateneo cuando fui ahí con mi padre para inscribirme en la preparatoria. El profesor Villarello era entonces el secretario general de la Universidad, y mi padre le pidió que le enseñara la biblioteca del afamado escritor. Subimos los tres al cuarto piso, y con ojos asombrados pude mirar aquellos muebles y objetos que ornaron la casa del escritor saltillense, a más de sus libros, acomodados en estanterías en la oficina del lado sur.

Muchos años después, ya siendo maestra del Ateneo y al frente de la Biblioteca, subimos al cuarto piso con algunos funcionarios de la Universidad para ver la posibilidad de integrar aquella riquísima colección de don Artemio a la biblioteca de la institución. A medida que nos aproximábamos al piso, podía percibir el leve aroma a maderas y objetos viejos que escapaba por entre las rendijas de la tapia que resguardaba la entrada al lugar. Ya dentro, pude ver con otros ojos, más conocedores, los muebles distribuidos en el mezzanine, toscos y pesados algunos, otros de exquisito refinamiento. Una banca colonial tallada, como de iglesia; una gran cajonera también tallada, quizá mueble de sacristía; sillones labrados, probablemente de sillerías de coro o presbiterio; candelabros, algún sahumerio y otros objetos de iglesias y conventos a los que era aficionado don Artemio; un precioso bargueño en laca, de cajoncitos taraceados de concha o marfil; pinturas colgadas en los muros y hasta un confesionario de tosca madera colonial, del que se decía que Valle-Arizpe lo había habilitado como caseta telefónica. Aquellos objetos me remitieron de inmediato a “la quietud monástica” de la casa del cronista en la CDMX. Cerca del viejo confesionario-caseta estaba recostado un precioso crucifijo. Un rayo de sol se filtraba por los cristales y lo iluminaba con toda claridad. Lo miré con ojos azorados. Era quizás “El Cristo de la madrugada”. Así lo llamaba el cronista por la forma en que lo adquirió. Un pasajero que viajaba a Puebla en el mismo autobús que él, le contó que iba a esa ciudad a comprar un precioso Cristo que vendía la señora Fulana en la plaza, junto a la botica. Don Artemio se apresuró a bajar del autobús en la siguiente parada y alquiló un coche de sitio que lo llevó directo hasta la ciudad de Los Ángeles y a la casa junto a la botica en la plaza, donde compró el Cristo. Por eso lo llamaba así, porque “se lo madrugó” al caballero que iba a comprarlo. El Cristo del cuarto piso pudo haber sido aquél, el de la madrugada, o bien, el Cristo de su biblioteca, el que describió en “Historia de una vocación”: “En esa paz sin ruido, frente a mi mesa, en la que se yergue la inefable blancura de un Cristo de marfil enclavado en negra cruz taraceada y que con el dolor indulgente de sus ojos fijos me mira trabajar”.

Pudo haber sido uno u otro. A lo mejor son el mismo, no lo sé, pero ahí estaba el Cristo del cuarto piso. Y ahí con él vive, en el Ateneo, el recuerdo de don Artemio, ateneísta extraordinario.