Siluetas ateneístas: Valle-Arizpe
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Siluetas ateneístas: Valle-Arizpe
Próximo ya el aniversario número 150 de la fundación del Glorioso Ateneo Fuente, de vez en cuando dedicaremos este espacio al recuerdo de aquellos personajes, alumnos, maestros, directores, empleados administrativos y manuales que a su paso dejaron grabada una marca, una impronta un poco más honda que la huella de otros ateneístas, contribuyendo así a construir la gloria de la institución. Sin lugar a dudas, todos los que han formado parte del Ateneo han dejado en sus compañeros y colegas de su tiempo cierto recuerdo. Seguramente algunos de los estudiantes dibujaron su propia estampa durante sus días ateneístas, mientras otros la esbozaron apenas para acabar de dibujarla en sus años universitarios o en el transcurso de su vida; los maestros, directores y trabajadores de la institución debieron haber forjado ciertamente sus propias figuras en el desarrollo de sus quehaceres cotidianos, y también indudablemente todos debieron haber conservado algo de ese sello que distingue a los que sin ser estudiantes pasaron parte de sus vidas en el Ateneo. En la imposibilidad de recordarlos a todos, traeremos aquí a aquéllos cuyas vidas y afanes personales han ayudado a sostener la fama ateneísta y la han proyectado al exterior.
Quien pudo cerrar los ojos y ver a todos sus maestros cruzar por su memoria más de 30 años después de haber terminado sus estudios preparatorios en el Ateneo, y con su evocación escribir un capítulo titulado “El claustro ateneísta” (1934). Debe ser uno de ésos de la impronta extraordinaria quien a 55 años de haber dejado el Ateneo y ya casi para llegar al final de su vida escribió un entrañable texto titulado “Historia de una vocación” (1959), en el que menciona cada uno de los autores que leyó en la biblioteca de su alma mater y la forma en que influyeron en su formación intelectual. En efecto, fue don Artemio de Valle-Arizpe un ateneísta extraordinario.
Nacido en Saltillo en 1884, don Artemio de Valle-Arizpe fue estudiante del Ateneo y en San Luis Potosí y la capital estudió la carrera de Leyes. Para 1919 ya era diplomático en España y después en Bélgica y Holanda. Ese mismo año publicó su primera novela, “Ejemplo”. A su regreso se estableció en la capital. En 1924 fue nombrado miembro correspondiente de la Real Academia Mexicana de la Lengua y siete años después se convirtió en miembro numerario. Fue el cronista de la Ciudad de México hasta su fallecimiento. Escribió sobre la historia, las leyendas, tradiciones y sucedidos del México virreinal. Su bibliografía es amplísima. De todos sus libros, uno especialmente le dio fama, “La Güera Rodríguez”, biografía novelada de una dama mexicana de principios del siglo XIX, María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba: “En ella, el sonreír y su mirar formaban un pacto gozoso y perfecto”, dice don Artemio de su protagonista más famosa. En sus escritos usaba voces olvidadas y construía cláusulas un tanto rebuscadas, pero de singular belleza, para describir a las gentes y sucesos de la Nueva España. Reconstruyó la vida de los franciscanos evangelizadores en América y no escapó a su pluma la vida azarosa de los nobles de la Colonia. Escribe en “Tres nichos de un retablo”: “Don Gonzalo de Guzmán era hijo de buena casa; nació con cuchara de plata en la boca; y vivía como sin ley y como si no fuera a morir: muy desordenada, muy deshonestamente”.
La vida de don Artemio fue única. Era su deseo donar su biblioteca al Ateneo, y al final de cuentas el procedimiento fue tan original como su vida. A su muerte en 1962, su hermano Francisco trajo a Saltillo los libros y objetos de don Artemio y los entregó al entonces rector José de las Fuentes Rodríguez, cuyas oficinas estaban en el segundo piso del edificio del Ateneo. Muebles y objetos aún se conservan. Sin embargo, resguardada en el cuarto piso, la biblioteca fue devorada por las llama el 5 de marzo de 1987.