¡Siempre es el día uno!
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¡Siempre es el día uno!
El martes 22 tuvo lugar, en la Escuela de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Coahuila, la remembranza de la masacre de 72 migrantes hace siete años. La Marina encontró sus cuerpos en una pequeña bodega de El Huizachal, un predio agrícola del municipio de San Fernando, Tamaulipas. Eran tiempos de Felipe Calderón pero sería injusto dejarle a él toda la responsabilidad histórica de la entrega de una región de México a los narcotraficantes. Desde el Salinato se apoderaron del Golfo los delincuentes y varios gobernadores de Tamaulipas participaron de manera abierta en el negocio: Tomás Yarrington y otros. No debemos olvidar que un grupo famoso, los Zetas, fue formado en los Estados Unidos en estrategia y táctica, uso de aparatos sofisticados y dominio de los espacios del norte mexicano. No es casual que en El Huizachal, punto perdido del noreste, hayan sido concentrados esos migrantes ni que tras la matanza de los 72 se descubrieran otros 280 cadáveres en esa porción tamaulipeca.
El conversatorio, propiciado por la Casa del Migrante de Saltillo, dio la palabra a 13 personas. Se trataba de escuchar voces de diferentes individuos, instituciones o víctimas. Entre los participantes se incluyeron directores de Casas del Migrante, desde Tabasco hasta Tamaulipas, y un sacerdote ecuatoriano que tiene un refugio para migrantes en Toronto, Canadá, a donde llegan personas de países remotos.
Alberto Xicoténcatl Carrasco, de Saltillo, expuso la razón de la reunión que pretendía romper el silencio acerca de la responsabilidad del Estado mexicano en esa y otras masacres. Le siguió un sacerdote franciscano, Fray Tomás González, que bautizó su Casa del Migrante en Tenosique, Tabasco, con el nombre de “La 72”, para que nadie olvide el agravio y para que el mismo nombre sea una acusación permanente a los asesinos y un grito por esos 58 varones y 14 mujeres cuya única culpa fue tratar de resolver sus problemas económicos y huir de la violencia en sus países. Entre los muertos hubo gente de Centroamérica, Ecuador y Brasil.
En nombre del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, habló Ana Lorena Galindo dando a conocer el reconocimiento de Saltillo como ciudad oficial de refugiados. Junto a ella, el padre Pedro Pantoja hizo ver que todas las acciones emprendidas, incluyendo la acusación al Gobierno de México por crímenes de lesa humanidad, eran parte de un todo. No es cosa de olvidarlo, dijo, “alguien es culpable”.
La Escuela estaba llena de migrantes que, muy atentos, siempre respondían en coro cuando una persona daba los buenos días. Se habían previsto 100 sillas, pero debieron sacarse muchas más de los salones. Antes de un descanso para tomar café, Iztar Carranza entonó un canto de su inspiración sobre la masacre.
Los familiares de las víctimas tuvieron una participación impresionante que nos dejó alarmados, enojados y tristes. Gladys García, de Guatemala, perdió a su padre, dos hermanos, un tío y un sobrino. Su testimonio sobre el dolor por tantas mentiras del Gobierno mexicano, del que fue comparsa el de su país, fue sobrecogedor: allá, por recomendaciones de México, ni siquiera le permitieron abrir el féretro. Ella exige un estudio de ADN para saber si esos huesos (acompañados de arena y piedras, porque sí lo abrió) son de sus seres queridos. Luego hablaron Miguel Ángel Medrano y su esposa, con foto en mano de su linda hija de 23 años que ahí perdieron. Ella dijo que no han pasado siete años, sino que “¡siempre es el día uno!”
Blanca Martínez mencionó a los 32 mil que desaparecieron en México, de los cuales un 35 por ciento desaparecieron en el noreste. Se tienen identificados mil 661 en Coahuila. Dijo que el trabajo de las familias (en Saltillo, Torreón, Piedras Negras, Allende y Monclova) suple la inexistencia de búsqueda por parte del Estado mexicano.
Al día siguiente viajamos nueve personas a San Fernando para visitar el lugar de la masacre. Durante el largo trayecto sonaron los celulares de los que traían (yo no uso) no menos de 100 veces; muchas para desanimarnos pidiendo que no llegásemos a San Fernando. Llegamos. Los cinco sacerdotes besaron la tierra que recibió la sangre y realizaron un breve ritual. Pude ver los centenares de hoyos de las balas, que fray Tomás, junto con familiares, tapó al año de la masacre.