Sed sobrenatural
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Sed sobrenatural
Yo creo en la magia. Si la magia no existiera ¿cómo se podría explicar la supervivencia de este país? En mi interior solía deplorar que ya no hubiera magos en Saltillo. Se fue don Eduwiges, el zaurino del Ojo de Agua (“zaurino” le decía la gente, por decir “zahorí”), cuya especialidad, según rezaba su tarjeta de presentación, era “profetizar cosas que todavía no suceden”. Se fue don Francisco Aguirre González, “El Exorcista Mexicano”, quien cierto día, estando en la Alameda, fue arrebatado de súbito por una fuerza extraña que lo llevó al espacio extraterrestre, desde donde pudo ver al planeta Tierra –dijo- “del tamaño de una pelota de ping-pong, y a Saltillo como un melón”. Se fue doña Elvira: en su casa de la calle de Zarco leía la palma de la mano, leía la baraja española, leía la taza de café, leía las hojas de té y leía el tarot. Le hice una entrevista, y cuando le llevé el periódico donde se había publicado me dijo con mucha pena:
-Voy a esperar a que llegue mi hija para que me la lea, señor. Yo no sé leer.
Ahora ya nadie cree en las cosas sobrenaturales, ni siquiera los que viven de la creencia en ellas. Somerset Maugham cuenta que una vez le preguntó en Roma a un cardenal:
-Su Eminencia: ¿cuántos cardenales creen en el infierno?
Tras de pensarlo un rato contestó el príncipe de la Iglesia:
-Tres. No: cuatro.
Tengo la impresión de que algunos señores sacerdotes no creen en los santitos. Muchas iglesias ni siquiera los tienen ya en sus muros. Parecen bodegas esos templos. Necesita ir uno ir al sur –a Puebla, a Jalisco, a Guanajuato- para reencontrar las iglesias de la niñez, llenas de un abigarrado concurso de santas y de santos, cada uno con su particular clientela: Santa Lucía para los males de los ojos; Santa Apolonia para el dolor de muelas; San Antonio para encontrar marido y cosas extraviadas; San Blas para las enfermedades de la garganta; Santa Cecilia, patrona de los músicos... Algunos santos que ayer gozaron de mucha popularidad ya
no son santos, como San Cristóbal, protector de quienes manejan automóviles, y que ahora sólo pueden encomendarse al cinturón de seguridad.
Sin embargo la gente tiene sed de lo sobrenatural. Cuando los concesionarios del más allá se ocupan en cosas terrenales el pueblo se inventa sus propias sobrenaturalidades. Si a los servicios religiosos se les quitó misterio; si se acabaron los latines, el canto gregoriano y el sonoro repique de campanas, la gente hará reuniones donde la magia flota en sanaciones, don de lenguas y desmayos colectivos espectaculares.
Los administradores de la Iglesia se enojarán por eso, pero las ansias de magia que hay en los hombres -y en las mujeres- necesitan tener una salida.