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Schönberg y la gravedad cero de la música
El siglo XX fue un laboratorio de experimentación musical. Tal vez el rasgo común de las creaciones de este siglo sea la propia diversidad. Así, es natural encontrar un sinnúmero de propuestas compositivas ingeniosas, extravagantes o geniales. Entre las de mayor eco se encuentra el serialismo dodecafónico de Arnold Schönberg (1864-1951).
El sistema tonal es el más influyente de los últimos siglos. Después de un largo proceso, la tonalidad queda perfectamente moldeada en los inicios del siglo XVII. A partir de entonces toda la música de canon occidental hasta los años que rondan el 1900 se construyó en este sistema. En él está implicado un acorde (mayor o menor) alrededor del cual orbitan otros bajo la influencia de su atracción. En este círculo acórdico la melodía ondula en figuras sinuosas, danzando entre los acordes y definiendo la parte pegadiza, la tarareable, la que a menudo se adhiere a nuestra memoria de manera obstinada durante un día entero.
Para 1900, los impresionistas ya habían planteado una armonía menos dependiente del acorde central, sin embargo, conservaron el acorde, lo cual aún tiene un intenso aroma a tonalidad. Pero el austriaco Arnold Schönberg estaba decidido a escapar de este campo de atracción. En 1912 estrenó su Pierrot Lunaire, en el que procura evadir el juego de la tonalidad, y lo logra. Estamos ante una obra atonal.
Aunque en el Pierrot ya se había superado el campo de atracción del acorde, no existía un sistema que garantizara siempre la gravedad cero. Para ello, Schönberg plantea un esquema que tiene como base una melodía de doce tonos sin repetición, es decir una permutación de las notas que definen la escala occidental. Pero tal permutación no es azarosa sino determinada por la consciente creatividad de compositor. A partir de esta serie original se generan tres más: la serie retrógrada (en el sentido contrario de la original), la invertida (la original “al espejo”) y la retrógrada de la invertida (en el sentido contrario de la invertida). Tenemos, entonces, cuatro series, las cuales constituyen el material básico para una creación serial dodecafónica. Pero nadie piense que generar una serie y sus derivadas ya es componer; semejante error equivaldría a decir que el hecho de adquirir un gran bloque de mármol nos convierte en escultores. El material serial ahora debe ser manipulado de manera que adquiera una personalidad tímbrica, rítmica y dinámica y contrapuntística, de manera que el producto final posea un valor estético.
Algunos entusiastas del serialismo (además del mismo Arnold), como Theodor Adorno, afirmaban que al pasar los años la gente iba a silbar melodías dodecafónicas tal como sucedía con las tonales. Hoy sabemos que su profecía no se cumplió y que, fuera de los intérpretes actuales de este repertorio, prácticamente nadie silba series dodecafónicas en la regadera. Esto no desacredita la idea de Schönberg, simplemente afirma su carácter experimental y complejo; además, supuso tal influencia que describe un arco genealógico que todavía no se desvanece.
Una de las primeras composiciones serial-dodecafónicas de Schönberg es el Quinteto para alientos Op. 26, cuyo estreno se realizó en 1924. ¿Quieren escucharlo?