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San Panchito

Si el Saltillo de ahora fuera el Saltillo de antes, ayer debimos haber amanecido con un frío capaz de helar al mismo hielo. Soplaría el cierzo y la ciudad se cubriría de neblina.

El cordonazo de San Francisco... Así se llamaba esa onda gélida, súbita, que no dejaba nunca de llegar. Había brillado el sol los otros días, y se sentía quizá ese grato calorcillo con que el verano se despide y nos saluda el recién llegado otoño. Pero ese repentino cambio en la temperatura era infalible, seguro, cierto, ineluctable. Primero faltaba la muerte, o el recaudador de los impuestos, que el cordonazo de San Francisco.

Se ponían entonces los señores aquellos pesadísimos abrigos que casi les llegaban a los pies. El sombrero era prenda obligatoria: podía un caballero salír a la calle sin pantalones ni calzones, pero sin sombrero no, porque quien tal hacía era calificado de jayán. Los guantes no se usaban; constituían refinamiento extraño. El señor licenciado Sánchez de la Fuente, quien fue rector de la Universidad, usaba guantes siempre, y eso llamaba mucho la atención. Una vez dictó una conferencia en la Normal Superior sobre el pesado libro llamado “El ser y el tiempo”, del gran filósofo alemán Martin Heidegger. Cuando acabó su disertación se dirigió al público: ¿había alguna pregunta? Una alumna levantó la mano:

—Oiga: ¿por qué usa usted guantes?

No se usaban los guantes, en efecto, pero sí la bufanda, tejida con estambre por la señora de la casa o regalo de alguna prima o cuñada solterona. Todavía alcancé a ver —bendito sea Dios— a algunos señores con polainas, protección que se ponía en la caña de las piernas, sobre los zapatos, para ocultar el prosaísmo de los tobillos y que no se enfriaran los pies ni otras regiones superiores. Mi maestro inolvidable, el señor licenciado Antonio Guerra y Castellanos, usaba esas polainas, con lo que adquiría un aire de distinción muy especial.

Las señoras deben haber sufrido mucho con el frío. En aquel tiempo no se acostumbraba —¡no, qué barbaridad!— que las mujeres llevaran pantalones. Mi mamá, de soltera, se puso una vez el pantalón de uno de sus hermanos para ir a un día de campo, en General Cepeda; y eso causó un escándalo que casi llegó a la Liga de las Naciones, cuya sede se hallaba entonces en Ginebra, Suiza. No tenían, pues, más defensa las señoras contra el frío que los bloomers, imponentes calzones femeninos que cubrían hasta las rodillas. Matapasiones eran esos puritanos bloomers, pues no tenían encajes ni moñitos —eran prendas no nonsense, sin tonterías, como dicen los norteamericanos para aludir a algo que no lleva sino aquello que estrictamente le hace falta— pero en cambio deben haber sido muy prácticos esos bloomers, muy calentitos.

El cordonazo de San Francisco acompañaba siempre a la celebración del Poverello. Pobrecito ha sido siempre el templo de San Francisco, y pobrecitos los buenos padres que lo cuidan, y que han debido siempre recurrir al óbolo de los fieles para atender su casa. En cierta ocasión pidieron para ponerle nuevo piso a la iglesia. Mi abuela mamá Lata, gran devota de San Panchito, le pidió 3 pesos a su hijo Raúl, costo de un metro de ese piso. Semanas después mi tío le preguntó a mamá Lata:

—Dígame cuál es mi metro, mamá, para reclamarlo, pues cuando voy a San Francisco siempre está lleno y no encuentro dónde hincarme.

Ayer 4 de octubre recordé al santo de Asís, mi preferido entre todos los que forman la corte celestial, amable santo que amó a la pobreza como se quiere a la mujer amada.