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Saltos en lugares y tiempos (Huir)
Eran las 3 de la tarde. Luego de un largo recorrido en ascenso entre elevadas montañas. Iba en un todoterreno manejado por uno de los guías que anunciaban recorridos más allá de la puerta del desierto. Marrakech estaba cada vez más lejano, de nuevo. En este viaje iría a otro punto del Sahara.
Nos detuvimos donde unas mujeres extraen con molinos de piedra el aceite del argán. Allí estaban sentadas dando vuelta a una manivela, y al final de una hermosa piedra circular sedimentaria, emergía un hilo aceite. Del arbusto del argán, se obtiene una semilla que también es comestible y con ella se realizan untables exquisitos a los que agregan miel u otras sustancias.
En cualquier parte del mundo, se aprovecha la naturaleza para beneficio de muchos o pocos. Solo que esta parte la omite el pensamiento mercantilizado, y pareciera que lo que se vende, -entre más envoltorios y marcas sepulten el contenido-, no proviene de ella, sino de algún cuarto lujoso que exhibe los productos.
Recordé las bayas de mezquite del desierto mexicano y las melazas exquisitas que con ellas preparaba mi abuela materna. Todo es aprovechar lo que hay. Allí estaba la abuela Esperanza revolviendo el potaje para luego dejarlo enfriar. Con ella hacía agua de mezquite o una melaza dulce a la que le hundíamos los dedos aún a riesgo de quemarnos, mientras todavía estaba en el fuego.
Pero estaba yo acá, bajo el cielo protector. Hubo cambio de choferes en una de las colinas elevadas del Atlas. En avance, ya en el poblado de Erfoud, sin que mediara pregunta, se ofreció a conseguirme unas cervezas. Accedí. Llevaba ya un tiempo sin probar alcohol. Regresó con una bolsa que ocultaba bien el contenido. De esas prohibiciones que ellos sí permiten a los extranjeros.
Nos hicimos de nuevo a la carretera. Lo primero que deseaba ver eran las minas de un mineral llamado galena. De allí se extrae y se tritura; es la base para hacer el kohl o kehel que tanto hemos visto en miradas del norte de África y de medio oriente; éste ha sido también llevado a enriquecer el maquillaje de distintas partes del mundo. Lo que poco sabemos es que como parte del grupo de los sulfuros, la galena ayuda a prevenir infecciones oculares, ya que es un excelente antiséptico y bactericida. Lo que más me gusta es cómo atenúa la fuerza de los rayos solares en las miradas masculinas.
Y de pronto estoy sentada en la mesa de la casa de mis padres, a los 6 años. Y mi madre me coloca rodajas de betabel en los labios y en las mejillas. Que así se maquillaban antes, dice, en el pueblo del desierto y nogales donde ella nació: en Nadadores. O recuerdo cuando me decía que a la tía Dolores Ignacia le untaba barras de cacao dulce ablandadas encima de la piel, luego de una mordida de un caballo, para aminorar el dolor y acelerar la sanación de la parte lastimada.
Ahora estoy en El Cairo, con mi madre también, pero en otro tiempo, untándonos el aceite de jazmín, que los perfumeros dejan emerger luego de un largo proceso en el que las flores se encuentran bajo tierra, respirando en tarros.
Y finalmente viajo a este momento. Olor a encinos y a plumajes. Es necesario huir del confinamiento y de las imparables conversaciones sobre un virus, para respirar en esta fundacional casa. Busco resinas para llevar a mi boca. Esta vez no las encuentro. Me recuesto entre la hojarasca y me pregunto a qué sabrá una infusión de la corteza de los encinos con canela. ¿A pensamiento? ¿A horizonte?
Son saltos de la mente que enlazan viajes interiores y exteriores con las sustancias de la Tierra. Estoy envuelta en la naturaleza. Todos lo estamos. Todo el tiempo.