Salto de fe hacia el vacío

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Salto de fe hacia el vacío

Sería mucho más fácil para todos si contáramos al menos con la más tímida evidencia, no digamos ya sobre la naturaleza divina de Jesús, sino de su simple existencia.

Y pongámonos de acuerdo: los documentales del History Channel no constituyen evidencia que pueda ser llevada al debate.

Resulta que no hay ningún testimonio de la época que dé fe sobre la aparición de un joven judío, mitad carpintero, mitad Chriss Angel, con un amplio repertorio de parábolas moralizantes. No, la única fuente que le cita es un sospechoso libro (en realidad un compendio de libros) mal traducido y muy manoseado por los más mundanos intereses. Aun así, es considerado por muchos como el texto perfecto en cuyos renglones se encierra todo el conocimiento necesario para la Eterna Salvación. Aunque parecen más las ganas de creer por encima de cualquier evidencia o falta de ésta.

Lo cierto es que hasta donde sabemos, a los únicos que ha salvado la Biblia es a los grandes estudios de Hollywwod que, a mitad del siglo pasado, reventaron las taquillas con épicas superproducciones basadas en las Sagradas Escrituras (a la fecha, el cine de barbones es un género de lo más redituable, consulte su cartelera).

De allí en fuera, la Palabra de Dios ha traído más desgracia que consuelo y ello no es una opinión, es un hecho histórico.

Pero por favor, no permita que me desvíe, que no intento por hoy avivar el viejo debate  entre cristianos e hijos de Bafomet.

Sólo, como pie introductorio, deseaba establecer esa asombrosa propiedad de la fe ciega, misma que nos hace consagrar nuestra vida a una idea que no necesita ser demostrada, la misma que lleva a alguien a inmolarse en una Guerra Santa; la misma que consigue sacarle a una grey todo su dinero para entregárselo (con una sonrisa) a un pastor inescrupuloso; esa fe ciega con la que unos padres se rehúsan a procurarle atención médica a su hijo porque “si es la voluntad de Dios salvarlo, así será”; esa pinche fe ciega que hace que naciones enteras soporten vidas miserables, de privaciones y abusos porque, a fin de cuentas, “la recompensa de los justos no es de este mundo”.

Caray, yo por más que lo analizo nomás no lo entiendo. A mí para hacer el menor de los sacrificios hay que convencerme del beneficio, quizás no inmediato pero sí fuera de toda duda. Hasta para levantarme temprano debo tener una muy buena razón.

¿Cómo voy a consagrar una vida a la sobriedad y la abstinencia, a la privación, a la templanza a la oración y al recogimiento? Sin tener una certidumbre sobre la vida eterna, vivir la presente existencia como monje budista se antoja un soberano desperdicio.

Claro que quien así lo desee, muy en su derecho está. Nadie se los puede prohibir, ni oponérseles.

Pero lo menos que podemos es advertir el peligro de que el grueso de la masa social no necesite argumentos convincentes para ofrendar sus bienes, su libertad, su vida misma.

Acostumbrados por el dogma religioso a dar a cambio de una promesa incierta, nuestros pueblos repiten este mismo esquema en su relación con los políticos y gobernantes.

Pero si hasta al Discípulo Tomás se le atribuye el gesto más famoso de duda razonable: “Hasta no ver, no creer”. Y diciendo y creyendo, el Apóstol introdujo sus dedos en las heridas del Resucitado (o eso se cuenta).

Hoy día vivimos bajo un régimen que nos oculta la información, que sistemáticamente la niega o la clasifica. Información vital para conocer el real estado de las cosas, los más elementales detalles de nuestra catástrofe financiera.

Pero nos piden confiar, que lo están viendo, que lo van a analizar, que lo preguntemos “a través de transparencia”, que lo peor ya pasó, que esos helicópteros deben estar en algún lado, en el corralón quizás.

Todas esas omisiones deberían  bastar para desconocer al actual Gobierno porque comprometen incluso su legitimidad; sin embargo, y sin necesidad de que nos pruebe lo que ha sido el ejercicio financiero de la última década, aun así, lo damos por sentado como Gobierno, con todos los atributos y prerrogativas que ello implica, y pagamos nuestros impuestos sin tener noción –ni la más chicharronera idea- de cómo se gastan cada peso que les entra.

¿No es eso tener fe ciega? ¿O es nomás fuerza de la costumbre? Por alguna razón siento que están emparentadas.
Quizás si, al correr de los siglos,  la religión no hubiera debilitado tanto nuestro escepticismo, nuestro sentido crítico, fortaleciéndonos en cambio una credulidad fuera de toda proporción, una que exige renunciar a la más tenue luz del sentido común para aventarnos en un salto de fe hacia la negrura de lo incierto, quizás sabríamos cómo cuestionar y defendernos de los Gobiernos como los que actualmente padecemos.

En cambio, estos males de fe y credulidad tardarán todavía centurias en erradicarse aun y cuando comenzáramos a trabajar en ello decididamente el día de hoy. 

¡Feliz Semana Santa! Tiempo de reflexión y de cuestionar los dogmas.

petatiux@hotmail.com 
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