¡A Saltillo: gracias y felicidades!

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¡A Saltillo: gracias y felicidades!

A las ciudades las dibujan sus pasos, voces y aromas. Los pasos de aquellos sus primeros pobladores; los que les siguieron; los de sus visitantes; los pasos de quienes andan, ahora mismo, en ella.

Se escucha el crujir de las hojas. Es el travieso juego de un par de universitarias que al aplastar las hojas de otoño, en los lejanos ochenta del siglo pasado, van contando una a una, al verlas caer en la dorada tarde. Se cuentan historias, es la juventud y ante ellas se abre el camino. Pasos dados con la firmeza que se obtiene de los años mozos. Se añaden al concierto de los que les antecedieron: los pasos de los mayores que antes recorrieron los mismos senderos. La diferencia es el panorama. “¡Cómo ha crecido la ciudad!”, se oye decir, en una expresión que quisiera ser original.

Muchos automóviles y una gran cantidad de caminantes. El transporte ha tenido que ampliar sus rutas, modificar los recorridos. Si la ciudad “llegaba” hasta Abasolo para los padres, el perímetro se modernizó y alcanzó el Periférico. Este mismo que hoy por hoy ha sido rebasado con mucho para dar cobijo a un enorme número de fraccionamientos que llegaron a las faldas de las sierras.

Las voces. Quedan grabadas en la memoria las de los primeros años. El suave deletreo de los grandes al hacer hablar a los pequeños; la dulce entonación de una abuela y el carácter firme de la otra. En ambas, el eco de un amor dado a los padres y regalado entonces a sus hijos.

Voces del padre, lejanas ya, en las mañanas que apuraban al comienzo del día. El imperativo a dar orden a la jornada, pero también, sin que apenas lo intuyéramos, a la vida misma. No saber, en la etapa de la juventud, que esas voces quedarían impresas en el recuerdo del alma.

Las voces de los seres amados que resultaban singulares. Voces únicas, irrepetibles, en una entonación que significaba tanto para los oídos que las recibían. Voces guardadas en la memoria, en una memoria intransferible. Una tarde, un café, una alegría o un dolor. En estos pedazos de la vida las voces adquirieron personales y entrañables significados.

Los aromas. La ciudad guarda sus aromas también singulares. Por el lado de la salida del sol, Saltillo trae frecuentemente de las sierras, por las mañanas, un encantador aroma a pino. No así en el poniente. En este se concentra el ácido olor del humo de fábrica y de los escapes de los automóviles. En el centro, variedad de aromas se concentran en una mezcla que le impide ser característica y única: como en tantas ciudades, en ella se amontonan los olores del smog con los aromas que surgen de las panaderías que desde temprano calientan el horno. A media mañana, cafeterías y taquerías lanzan con vigor sus aromas a la calle y al juego se añade la primavera y el otoño, en su caso, de los árboles que han sobrevivido en las aceras de la selva asfáltica.

Jacarandas que se acercan o cruzan los cincuenta años, en el centro de la ciudad alegran la vista en mayo, lo mismo que en junio lo hacen los truenos en floración.

En el corazón de cada habitante de Saltillo se forma su idea de la ciudad en la que por azar nació o ha decidido vivir. Ahora de aniversario, el mejor regalo que podemos ofrecerle es el amor y el respeto.

Recordar los pasos de las personas que amamos; sentir la brisa fresca, a veces los vientos inclementes; y observar el vigor de la generación que viene forma parte del día con día sobre este lugar tan entrañable y tan especial en que se ha formado mi vida.

¡A Saltillo: gracias y felicidades este 25 de julio por su 444 aniversario!