Saltillo: escultura y espacio público (I)
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Saltillo: escultura y espacio público (I)
Capricho bizarro
El gran John Berger nos lo recuerda en su libro Modos de ver: desde la antigua Roma, el arte ha servido también como una herramienta de la mistificación del pasado: tiene detrás razones políticas y sociales. A través de él, una minoría privilegiada se esfuerza por justificar el papel o importancia de sus clases dirigentes.
¿Cuántas, cómo son y dónde se ubican las esculturas públicas? Al parecer el dato exacto no está disponible (¿Incluiría este criterio las piezas religiosas o monumentales, las efímeras?)
El último estudio acucioso al respecto -la estupenda tesis para titularse en la Licenciatura de Artes Plásticas de la maestra Anabel Fuentes (2011) en la que tuve el gusto de ser sinodal- consigna poco más de medio centenar. Ornamentales o pedagógicas, conmemorativas, o derivando descaradamente hacia el autoelogio, su proliferación en la última década probablemente ha duplicado su cantidad. Lo sabemos: son contadas las piezas de ejecución magistral a la altura de genios como Jesús F. Contreras (Ignacio Zaragoza (bronce, 1897); Manuel Acuña (mármol, 1898-1900) o más recientemente, Cuauhtémoc Zamudio (Acuña, bronce (1975-1979); caballos de Coss, Madero y Carranza (1970s).
El siglo veinte coahuilense empezó conmemorando a sus héroes militares, próceres intelectuales, aviadores y poetas y terminó desbarrancado en la ramplonería de festejar familiares de funcionarios o policías de élite. Un punto de partida indiscutible de este esfuerzo por dotar a la ciudad de cierta identidad histórica fue el conjunto del Paseo de la Reforma durante el gobierno de Óscar Flores Tapia: proyecto que cerraría su discurso con la pareja del Español y el Indio para conmemorar los presuntos 4 siglos de nuestra fundación. El Indio –obra del maestro César Ledesma Bonilla- a pesar de su estilo áspero y seudo abstracto, fue acogido como seña de rumbo y signo por la población, como pocas piezas en la historia de la ciudad. Eso no bastó para que otro gobernador lo despachara a las afueras por estorbar a su propio discurso y proyecto: esa horrenda y kitsch espiral llamada El Sarape. Por no hablar de la “H” gigante en el mismo distribuidor vial.
Los héroes que faltan
La historia de la escultura pública en nuestra ciudad en el siglo XX y lo que va de éste es una trama de fervores instantáneos y arrebatos, de olvidos y de absurdos: mientras se siguen consignando al por mayor burdas efigies de instantáneos próceres a modo, nuestros tesoros escultóricos se degradan en el abandono. Nadie ha llamado tanto la atención, por ejemplo, sobre el terrible daño del smog y la corrosión de las palomas sobre la obra inmortal de F. Contreras, como la maestra Esperanza Dávila (¡Salvemos al poeta!, Vanguardia, mayo 12). La indolencia o la ignorancia dejaron perderse, por ejemplo, otras bellas obras, como la mujer arrodillada que hasta el medio siglo se ubicó en el cruce de Cuauhtémoc y Aldama (frente a la Normal, y hubo una más frente a la casona recién siniestrada, en Purcell y Ramos Arizpe).
Por otra parte, con las solas omisiones en la escultura pública podría tejerse una radiografía del discurso político hegemónico en nuestra ciudad: por ejemplo, aún sin gestas heroicas o relevantes servicios a la patria, los personajes del priísmo coahuilense abundan: Nazario Ortiz Garza, Eulalio Gutiérrez o la desproporcionada estatua del callista Manuel Pérez Treviño (frente al Hospital Geriátrico), pero no existe siquiera una sola efigie del mártir del antirreeleccionismo –víctima de Calles y el protopriísmo: el poeta Otilio González. Tampoco de otra de las muchas víctimas de Obregón: el general Francisco Murguía. La imagen del ex gobernador Óscar Flores Tapia –multihomenajeado a pesar de su deshonrosa destitución- en cambio prolifera: una gigantesca en el Libramiento que lleva su nombre, debajo de un puente donde nadie la ve; un mascarón en el inoperante Centro de las Letras que lleva su nombre, sobre la céntrica calle de Juárez, y el colmo: para investirle la estatura de intelectual que cultivó afanosamente en vida, una estatua de gesto declamatorio y con un libro en la mano -en la entrada del Teatro Fernando Soler- inaugurada por su propia hija -entonces Directora del Icocult- eclipsa en su tributo a los miembros de la gigantesca dinastía Soler: al menos en Coahuila, John Berger tenía razón.
Y más allá, apenas a doscientos metros del Teatro, nuestro más grande prosista -el inmenso Julio Torri- tampoco tiene una efigie en su ciudad. Ni en la supuesta casa natal (sobre la calle Victoria) mucho menos en la plaza que semi expropió el Congreso Local hace años. Ahí hubo un modesto busto sobre un cuadrado de concreto que no duró ni una década, hasta que se lo robaron. De eso hace más de un lustro. Nunca se repuso, y a nadie le importó.
Un censo del absurdo
Bajo el marco de lo anterior, aventuro una tentativa taxonómica de la escultura pública en Saltillo.
La más ilegible: (bajo capas y capas de pintura y resanes, remozamientos que han borrado su efigie desde los 40) el Monumento a la Madre, en la Plaza del mismo nombre. La más olvidada (1): “Ecología”, de Cristina Gidi, en un jardín lateral a Rectoría (semidestruida, e inaugurada en los noventa). La más tercermundista (en años recientes): el monumento ecuestre a Zapata (mala copia del Coss de Zamudio) tributado por la UNTA en la nueva Plaza México, con una placa inmortalizando a los líderes de esa ala “campesina” del PRI. La más caricaturesca: “Fiesta”, que un escultor gringo donó a la Plaza de las Ciudades Hermanas, retratando unos mariachis barrigones. La más nepotista: la efigie de Carmen Weber, que su sobrino, siendo director de la SEC, impuso semi escondida entre la fronda de la misma plaza. La más indescifrable: Los “tubos” o conjunto escultórico en la misma plaza, que representan en su inclinación las latitudes de las Ciudades Hermanas. La más fotogénica: el chapulín semi infantil sobre un mundo de mosaico en el parque del mismo nombre. Las más impertinentes en cuanto a ubicación o tema: la cabeza olmeca frente al Parque las Maravillas; el chapulín hiperrealista que quedó flotando en al aire, entre una gasolinera y un Oxxo, frente al parque del mismo nombre. Las menos vistas, pero bien ejecutadas: el Emilio Carranza en el aeropuerto, con las manos en los bolsillos (¿de Zamudio?). El Andrés S. Viesca del Ateneo, el Juárez del Recinto: atribuido éste último también a F. Contreras. La más olvidada (2): las parejas de baile de Rosalina Cervantes en el parque V. Carranza. La híper demagógica: el tributo a los policías GATE, en la Plaza del Centro Metropolitano. La más malversada en su nombre por la gente: “El mono sentado” por Vito Alessio Robles. La más estrambótica: aquella que un ranchero agradecido ofrendó a Alexander Flemming –el inventor de la penicilina- allá por la carretera a Monclova. Las más añoradas personalmente: las hermosas cabezas de águila que hasta los 70 señalaban la Ruta de la Independencia ¿Dónde quedaron? Quién sabe… Sobreviven dos: una en la Ciudad Deportiva y otra en un ejido pasando la Narro. Finalmente, la más absurda en su profundo desconocimiento de la historia: el busto del anarquista Ricardo Flores Magón en la Plaza Primero de Mayo (Castelar y Arteaga) –un hombre que toda su vida luchó contra la opresión y que murió debido a sus ideas en una cárcel de Estados Unidos- enrejado, sí: encarcelado después de su muerte, preso hasta en efigie… ¿Ignorancia suprema o mensaje perverso? No lo sabemos.
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