Sabiduría ‘siempre viva’
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Sabiduría ‘siempre viva’
Ese día era un día especial, a pesar de que su novedad se repetía cada año. Como a las 11 de la mañana, cuando mi madre con su personal, ya había “recogido” toda la casa –tender las camas, regar las plantas, dar alpiste a los canarios, lavar los platos- llegaba un carro de sitio (así se llamaban a los “taxis”) y nos encaminábamos al Panteón de Santiago. Todavía no sé cómo cabíamos en él mis hermanos, mis padres, las flores y la imprescindible corona que llevábamos.
Al llegar a la tumba de mis abuelos ya estaban ahí mis tíos y tías junto con mis primos de todas las edades. En el ambiente se sentía un respeto casi sagrado, las conversaciones eran a media voz, los rosarios se recitaban con una solemnidad que trascendía el ruido circundante, el encuentro con los antepasados revivía en los diálogos de los recuerdos y los niños descubríamos la historia de nuestra familia, una historia viva que comunicaba dignidad e identidad a la vez.
Ese día –igual que hoy- florecían la mayoría de los sepulcros. El gris del cemento desaparecía entre las rosas, los claveles, las margaritas y las flores de cempasúchil, que encarnaban el encuentro con los personajes que se habían ido de la casa, pero no del corazón. Los sepulcros desiertos de flores daban lástima, parecía que sus difuntos carecían tanto de vida como de familiares que los revivieran… su historia terminó en el funeral.
Esta tradición cristiana de atender a los difuntos en los cementerios prevalece en nuestra vida moderna. Los cementerios de las ciudades y pueblos de México se verán abarrotados todo este fin de semana, los diarios y noticieros darán cuenta de ello. Es una tradición que no nació ayer, ni hace un siglo; es una tradición de siempre que no tiene nada de novedad, que no ofrece ninguna diversión o entretenimiento moderno, que no estimula la curiosidad ni ningún apetito. Solo ofrece la oportunidad de salirse de lo inmediato y explorar lo trascendente de la vida humana, la dignidad de los antepasados, navegar por un rato en la invisible eternidad.
Esta creencia en la “invisible eternidad” está presente en los altares que la Fe de los indígenas construye en estas fechas. Pero para el resto de los espectadores esos “altares de muertos” son artículos folklóricos que se multiplican sin convicción de lo trascendente y se convierten en caricaturas tan divertidas como las “calacas” de Posada.
Esa moda tiene el peligro de suplantar o diluir en nuestra cultura el sentido de lo trascendente: los antepasados son sustituidos por el egocentrismo, la tradición por la diversión, la trascendencia por lo trivial, la ética por la práctica, el compromiso con los valores familiares por una improvisación sin raíces pasadas y con futuros de fantasía.
Nuestro pueblo es tan sabio que tiene una profunda conciencia de lo que es fundamental para el ser humano, del origen de la vida, y de las costumbres que le dan una estructura que no le puede dar ni la técnica ni la economía, ni la política. Sabe que sus raíces aunque estén sepultadas le ofrecen la certeza de lo que es trascendente… sabe que tienen flores de sabiduría “siempre viva”.