Sabiduría de Sor Juana

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Sabiduría de Sor Juana


La verdadera sabiduría está en el huevo.
Mauricio Kartun

I. Sabiduría y erudición
Como cada año, rindo un modesto tributo a Sor Juana Inés de la Cruz, cuya obra puede leerse y releerse siempre con asombro y provecho. Además, invitado por una institución monclovense, esta vez he cometido la osadía de hacer “una adaptación” de la “Respuesta a sor Filotea de la Cruz”; esa adaptación es, por supuesto, de una grave irresponsabilidad, pero fue necesario hacerlo así, si no, jamás habría salido. Ya veremos cómo fluye esa traición en el espacio escénico.

Al revisar la célebre carta de Sor Juana fue imperativo detenerse tantas veces para pensar en esto y en aquello que la adaptación se fue postergando algunos días. La inteligencia de la monja, los datos que brinda para conocer ciertos ángulos de su personalidad y el temor de editar semejante texto me impedían poner manos a la obra.

Pero lo que me sorprendió más que nunca fue la sabiduría de Sor Juana. Su brillantez intelectual está fuera de duda, aunque su información cultural, como nos lo hacen saber varios investigadores, se encontraba un tanto desfasada: Sor Juana y sus contemporáneos hispanos y novohispanos aún seguían empantanados en la escolástica cuando el resto de Europa ya andaba de la mano con Descartes, Pascal, Hobbes.

Sin embargo, más allá de su agudeza intelectual y de su inspiración poética, Sor Juana emerge ante nosotros como una mujer enigmáticamente sabia. No digo inteligente, ni libresca, ni sobradamente culta –eso ya lo sabemos-, sino sabia. La primera pregunta que surge es: ¿dónde y cómo una mujer del siglo 17 novohispano pudo adquirir tal sabiduría?

Calderón de la Barca y don Luis de Góngora –dos de los modelos emblemáticos de Sor Juana- pueden deslumbrarnos con su genialidad: el primero es un gran poeta del drama y de ese abstracto género llamado “auto sacramental”; el segundo hereda la sencillez de la poesía popular y construye tres o cuatro poemas de tan compleja hermosura y profundidad, que siguen soportando el embate de los estudiosos. Esto, sin mencionar muchos nombres celebérrimos de los Siglos de Oro españoles: Boscán, Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Tirso de Molina, Aldana, los Argensola…

¿Esa sabiduría es producto de su infancia en el campo o de su estancia en la corte virreinal? ¿Se la procuraron los libros o la acuciosa y precoz capacidad de observación y percepción que describe en su “Respuesta a Sor Filotea”? Es de suponer que ese conjunto de experiencias y habilidades fue conformando lo que llamo aquí “sabiduría de Sor Juana”, esa sabiduría que no necesariamente se adquiere en los libros. Porque hay que entender esto: no es lo mismo ser un erudito que ser sabio; de ningún modo es lo mismo la erudición que la sabiduría.

II. El dedo melancólico 
La prueba más clara de sabiduría es una alegría continua.

Michel de Montaigne

La sabiduría de Sor Juana se manifiesta en los múltiples ámbitos de que se compone la vida: el amor, la cruda fugacidad del tiempo, el desengaño, la condición de género y, en fin, la condición humana. No es necesario leer entre líneas para entenderla: a pesar del culteranismo, del conceptismo y de algunos recursos literarios como el hipérbaton, Sor Juana termina abriendo su intimidad para nosotros, incluso en su “Primero sueño”, un poema extenso que demanda más de nuestra atención que el resto de su obra.

Moviéndose con frecuencia entre los tópicos de la época, nuestra monja logra hablar de los celos, el desamor, el despecho o el engaño sin caer en el lugar común. Escritos por encargo o no, muchos de sus poemas nos revelan a una mujer que parece hablar de algo vivido y sufrido alguna vez y no sólo a una poeta que presta su voz a la petición de un/a solicitante: “Sólo los celos ignoran / fábricas de fingimientos: que, como son locos, tienen / propiedad de verdaderos. / Los gritos que ellos dan, son, / sin dictamen de su dueño, / no ilaciones del discurso / sino abortos del tormento…”. (Romance I, “Obras escogidas”, Bruguera, Barcelona, 1972).     

Esto es: los celos amorosos son demenciales, y como “los locos siempre dicen la verdad”, se saben tan verdaderos que gritan su congoja “irracional” como lo que son: “abortos del tormento” que sufren. Los celos no saben fabricar fingimientos; quien padece de celos se incendia en público y en privado y realiza actos que ningún cuerdo llevaría a cabo. “Esto es amor, dice Lope de Vega, quien lo probó lo sabe”. El delirio discursivo de la víctima de los celos recuerda al Marcel Proust de su novela “La Prisionera” –“En busca del tiempo perdido”-, uno de los más amargos y acuciosos testimonios de quien sufre del mal de los celos.

En su Romance IX –“En el que expresa los efectos del Amor Divino, y propone morir amante, a pesar de todo riesgo”- Sor Juana habla sobre el amor como un sentimiento verdaderamente experimentado y lo hace de un modo que parece menos “divino” que humano: “¡Oh, humana flaqueza nuestra, / adonde el más puro afecto / aún no sabe desnudarse / del natural sentimiento! / Tan precisa es la apetencia / que a ser amados tenemos, / que, aun sabiendo que no sirve, / nunca dejarla sabemos… / Bien ha visto, quien penetra / lo interior de mis secretos, / que yo misma estoy formando / los dolores que padezco…”.

Sor Juana habla en primera persona del singular y menciona a alguien que no puede ser sino su confesor espiritual, el padre Núñez de Miranda –“quien penetra / lo interior de mis secretos”-: no se trata, pues, de un poema de encargo. Lo insólito aquí es la extraordinaria ambigüedad que la poeta fragua entre el amor “divino” y el apasionadamente humano. “De mí mesma soy verdugo / y soy cárcel de mí mesma. / ¿Quién vio que pena y penante / una propia sean?”: así, Sor Juana se lamenta en este sorprendente poema de amar lo para ella indebido. 

¿Cómo pudo saber estas cosas si no las hubiese sufrido en sí misma?

El sentimiento del amor no lo proporcionan la literatura, la filosofía, la historia, ni cualquier otra forma del arte y del conocimiento. La pasión abrasadora del amor corre sobre nosotros inopinadamente, dejándonos expuestos a las avalanchas de la incertidumbre y tocándonos con su dedo melancólico: esa experiencia, ese contacto serán inolvidables y dejarán en nosotros una sabiduría que el dolor apuntala con sus estacas intangibles.

Y aunque eche mano de tópicos cristianos –“el cuerpo es cárcel del alma”: San Juan de la Cruz, Santa Teresa y los Padres de la Iglesia-, Sor Juana los transforma para describir el estado mental en que un amor-pasión la ha dejado postrada menos ante un crucifijo, me parece, que ante el recuerdo tortuoso de otra forma del amor, acaso del deseo: “tan precisa es la apetencia / que a ser amados tenemos…”.

III. Mar de la sabiduría
Sabiduría: Grado más alto del conocimiento.
RAE

Entre los villancicos más hermosos de Sor Juana tenemos el que dedica a “Santa Catarina”, uno de los múltiples autorretratos literarios que la monja novohispana nos legó. En la sección VI escribe versos que pueden atribuirse lo mismo a la santa de Alejandría –Catalina- que a ella misma: “Estudia, arguye y enseña / y es de la Iglesia servicio, / que no la quiere ignorante El que racional la hizo… // Nunca de varón ilustre / triunfo igual habemos visto; / y es que quiso Dios en ella / honrar el sexo femíneo…”.

¿Arrogancia? No, sencillamente la verdad. Al hablar de Santa Catarina, Sor Juana se describe a sí misma y a su circunstancia adversa, ésa que la convirtió en una víctima de la misoginia, la envidia y la inquina de muchos contemporáneos: “Las luces de la verdad / no se oscurecen con gritos; / que su eco sabe valiente / sobresalir del ruido… // Perdióse, ¡oh, dolor!, la forma / de sus doctos silogismos; pero, los que no con tinta, dejó con su sangre escritos…”.

Sor Juana habla aquí de sí misma, sin duda alguna. Y lo hace con una valentía y una sabiduría que van a costarle bastante caro. Hoy, por fortuna, entendemos que ella es no es sólo la más alta poeta de su época sino precursora de mucho de lo que hoy seguimos defendiendo. Así, en ella se confabulan la erudición, la reflexión, la fe, una insaciable curiosidad intelectual, la experiencia de “una vida verdaderamente vivida”, pero todo ese caudaloso torrente desemboca en el mar de la sabiduría.