Rosalía Cárdenas: El compendio
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Rosalía Cárdenas: El compendio
Casa Purcell presenta dos exposiciones de arte en estos días: “Escorzos. Etología de lo humano”, de la joven artista visual Alejandra Ruiz, y “Guardaluces”, de la pintora Rosalía Cárdenas, originaria de Piedras Negras. Dedicaré este comentario a la obra de esta última, que ocupa, como la otra exposición, dos salas de la galería.
“La pintura ha sido siempre meta-pintura”, escribe Jorge Juanes en un ensayo sobre el “Guernica” de Picasso. Es decir, la pintura, como la poesía, siempre ha hecho referencia a sí misma, y al hacerlo, nos habla de ese más allá que hay más allá de las palabras, las formas, la línea, el pigmento, el sonido.
La obra de Rosalía Cárdenas no es una excepción: su obra gráfica, sus grabados, muestran un paisaje, un fragmento de paisaje o un acercamiento a algún detalle de una vegetación obstinada en vivir sobre la piel reseca del desierto norestense.
Por eso su paleta es estricta: ocres, amarillos, sepias, rojos, blancos, negros y sus diversas gamas y degradaciones. Pero al representar esa vegetación también representa una forma de la vida humana, una manera de verla y de asumirla, y una suerte de gramática para entender no sólo la pintura sino también el mundo.
En estas dos salas, la artista expone el devenir, el suyo como pintora y el del entorno que escogió para recrearlo sobre el papel. Así pasó de esos grabados pequeños –“Homenaje a Vivaldi” (punta seca)- a otros de mayores dimensiones en los que se advierte la búsqueda de un idioma personal: “Murmullos” (aguatinta) o “Sesteo de Chapulines” (xilografía chinecole).
Si la exposición se recorre atentamente se advertirá la evolución técnica y estilística de la artista. La candidez primera de sus grabados se mantiene viva a lo largo del tiempo, pero siempre enriquecida por su necesidad de búsqueda. Rosalía Cárdenas precisaba no sólo de más espacio para expresar lo que quería, sino también de otras maneras de representación.
Ninguno de los trabajos están fechados, pero el espectador puede advertir fácilmente cómo la pintora transita de una imitación ingenua de la naturaleza a una apropiación creativa de la flora y la fauna de nuestro desierto, hermoso en su aparente orfandad y abandono. El cerro, la hierba, el matorral, la yuca y hasta el chapulín dejan de ser meras reproducciones miméticas para convertirse en presencias plásticas que, ya impresas en el papel, dicen mucho más de lo que parece.
La yuxtaposición de placas y texturas, la vecindad de grabados en un solo pliego de papel, el recurso del intaglio, la irrupción -en ciertas obras- de huecos deliberados y de elementos virtualmente ajenos al paisaje; la llegada a una forma de expresión en que se adivina plenamente el influjo de la pintura china y japonesa y en la que ya no vemos sino fragmentos de paisaje y grandes áreas “en blanco”: esa metamorfosis plástica de Rosalía Cárdenas deja huellas clave en algunos de estos grabados.
Uno de ellos es la xilografía “Yuca encantada”. Ésta, como casi todas las obras expuestas, ofrece la posibilidad de ver el trabajo de una artista que no ejerce su oficio desde una ideología determinada –nacionalismo, socialismo, neoliberalismo, etcétera- sino desde un compromiso aun más hondo y acaso romántico: el entusiasmo por la naturaleza, subrayando lo que ya es inherente en ella: su carácter simbólico.
Los grabados en formato vertical que escoltan esta “Yuca encantada” semejan ramajes igualmente hechizados en diversas tonalidades de ocre. Se advierte en ellos la benéfica presencia del arte oriental, que la artista ha sabido asimilar con sabiduría.
Lo mismo que en “La Encantada” (aguatinta xilografía), “Claridad” (aguatinta mezotinta) y otras obras, “Caminando pastos” (aguatinta xilografía) pertenece a esa etapa en la que la pintora juega con la yuxtaposición de placas, técnicas, colores, texturas y atmósferas.
En muchos de los grabados que componen esta exposición se advierte –ya lo he dicho- la huella de Oriente, pero también la de Van Gogh, admirador de aquellas artes admirables. El paisaje es, después de todo, el rostro del mundo, el rostro que la grandeza del universo brinda a los ojos de la humanidad en la tierra.
“Guardaluces” compendia, de algún modo, el asombro que provoca en nosotros el enigma innumerable del mundo: flora y fauna, yuca, cerro y chapulín, se transforman de pronto en un espejo que nos devuelve la sorpresa de estar aquí.