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Ropavejero, un oficio en declive
CIUDAD DE MÉXICO.- Tras la entrada en vigor de la Norma 024 de separación de residuos, los ropaverejos de la CDMX están preocupados por su fuente de empleo, aunado a la baja venta de los últimos años, por lo que auguran la desaparición del oficio.
La nueva medida contempla sanciones como multas que van de los 37 mil a los 150 mil pesos o cuatro años de prisión a quienes no tengan el holograma del Gobierno capitalino que acredite la autorización para recolectar este tipo de desechos.
Al respecto, Raúl Barrón, quien desde hace siete años se dedica a esto, señala que el Gobierno “se pasa de lanza porque de todo quieren hacer dinero, todos se van a molestar y eso no se vale”. Enfatiza que este oficio es necesario “porque la gente cuando nos da sus cosas usadas se gana un dinerito y al de la basura le tienen que pagar para que se lo lleve”.
En un recorrido en tianguis como El Salado en Iztapalapa, el de San Felipe de Jesús, en Gustavo A. Madero, y el de Santa Fe, en Cuajimalpa, los ropavejeros coinciden en que las ventas han disminuido hasta 70% en la última década.
Juan López, quien desde hace 20 años labora en la San Fe, comenta que “lo que nos queda es adaptarnos. Si antes ganábamos 500 [pesos], ahora son 300, y con eso hay que sobrevivir”.
El Pecas del Barrio bravo
“Ropaa, zapatoss que cambie por melcochaaaaa”, era el grito de los ropavejeros en la década de los 50 por el barrio de La Merced. En ese entonces, Marcos Arango, de seis años, no pensaba en pregonar por las calles.
Recuerda que le encantaba estar afuera de su casa, por lo que su mamá, quien de cariño le decía “El Pecas”, con el grito de “métete chamaco porque te cambio por melcocha” hacía que obedeciera.
Ahora, con 40 años en el negocio, reconoce que la situación ha cambiado. “Antes en esto había lana”, comenta al tiempo que con la mano simula un fajo de billetes. Comenzó como chalán; aprendió todo lo que pudo para luego salir a las calles por su cuenta.
El señor de tez blanca y cabello cano relata que “íbamos a las unidades del El Rosario o la Kennedy, allá por los 70. En un ratito llenábamos tres o cuatro tambaches de ropa. De ahí nos jalábamos para Tepito y tardábamos dos o tres horas en vender todo. La gente se peleaba por la ropa. Está crítica la cosa. Antes las monedas eran de plata, ahora 10 pesos ya ni mi nieta los quiere. Sí nos pegó la crisis de los 90”.
A las 10 de la mañana sale rumbo a Ecatepec, Estado de México. Ahí, con su carrito de fierro, unos ayates y una maleta con loza para intercambiar, confía en tener una buena jornada.
El grito de guerra resuena entre las casas pintorescas: amarillas, rojas, verdes y rosas.
“¡Zapatooos, novelaaas, relojessss, licuadoras descompuestaaass, le doy lozaaaa!”, grita a todo pulmón. No refleja sus 71 años.
La primera transacción no demora
Es uno de los mejores comerciantes del barrio. La señora trae consigo tres pares de tenis de niño, cinco prendas de mujer y una plancha.
En su ayate azul coloca las cosas. Camina unas cuadras y explica que es su clienta. “Ya me había dado unas cositas, pero era poquito, ahora con éstas y las que me dé para la otra que venga pues saco lo de las cucharas que cuestan 60 pesos, son las que no se doblan”.
Cada par de tenis lo venderá en 20 pesos, igual que la plancha, por las prendas pedirá 10 pesos por cada una. “Luego uno agarra cosas que piensa que se van a vender y a la mera hora nadie las pellizca”. Recuerda que “un día se robaron toda mi mercancía, eran como 800 pesos, lo que más me dolió fue mi carrito”.
-¿Y los colchones?-
“Esos de vez en cuando los recogemos. Tenemos que asegurarnos que estén en buen estado, nada de que están orinados o manchados, pues sino la gente no los quiere y es pérdida. Tampoco damos tanto, porque si nos va bien lo vendemos en 100 pesos. A pesar de que sean cosas usadas debe ser útiles.
“Perdón que me siente, pero a mi edad me siento donde sea”, dice don Marcos mientras se acomoda en la banqueta. “Mis nietos dicen que estoy descontinuado. Cabrones, todavía le ando chingando”, relata con picardía.
Consiguió dos pacas de ropa, cuatro televisiones, una grabadora, una plancha, y dos docenas de zapatos. Aclara que sólo una de las televisiones sirve para vender porque tiene entrada para DVD, las otras las desarmará y lo que sirva se irá para el “kilo de fierro”.
‘El negocio ya no es el mismo’
“¡Fierro viejo, fierro viejo que venda. Le compro colchones, tambores, estufas, lavadoras, refrigeradores o algo de fierro que venda!”, es el grito que pregona José Raúl Barrón López, por el pueblo de San Gregorio, en Xochimilco, desde hace seis años.
“En el negocio de los fierros viejos ya no es el mismo. Ahora la gente prefiere ir directamente a los depósitos o quieren que les paguemos lo mismo que nos dan a nosotros [en los depósitos]”, cuenta Raúl, de 25 años, mientras empuja su carro de metal, de unos 60 kilos.
Delgado y de tez morena, el originario de Veracruz inicia el recorrido, espera obtener algo rápido y no caminar muchas horas.
“Este trabajo es de suerte. Hay veces que puedo llenar el carrito y hacer hasta dos vueltas y otras no. Si bien me va, en un día puedo sacar hasta 500 pesos o regresar con las manos vacías; pero, eso sí, bien cansado de caminar”.
Este día, la suerte llega luego de caminar hora y media. Una señora sale de su casa y le indica que en el terreno de enfrente tiene algo para él. Se trata de una carretilla vieja y unos tubos oxidados, por los que paga 10 pesos.
Confía en vender lo recolectado; por la carretilla puede sacar 150 pesos, comparados con los 30 que le darán en el depósito por todo.
Son las dos y media de la tarde. Ha caminado más de cinco horas, comienza a sentir el cansancio en las piernas. Decide que es hora de regresar pues la lluvia acecha con aparecer.
Al pasar por un taller mecánico escucha el grito “fierro viejo, fierro viejo”, Raúl voltea y del establecimiento salen dos sujetos, quienes preguntan cuánto por la carretilla; 100 pesos responde. El señor más grande y de bigote busca en sus bolsas del pantalón y saca el billete de 100 y se lo da, no sin antes agradecer. El veracruzano no esperaba venderla; pero, como dice, esto es de suerte.