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Una familia no es un individuo. Aunque se le pudiera denominar “persona moral” desde una perspectiva legal o financiera. Es un conjunto de individuos que a lo largo de la historia humana ha sido indicada con diferentes nombres: “familia nuclear”, “familia extensa”, “familia disfuncional o disfuncional”. Sin en embargo en cada familia está presente una pregunta: ¿Quiénes componen (o descomponen una familia)?, ¿Quiénes pertenecen a determinada familia que se denomina con un apellido muy preciso: “Los Perez”, “Los Sánchez”…?
Esta dimensión de “pertenencia familiar” oficialmente está definida por el apellido. Pero la realidad no es así. Hay padres o madres ausentes, desconectadas; hay hijos/as que se desconectan al iniciar unos estudios, un trabajo, o un matrimonio. El grado de conexión/desconexión tiene una flexibilidad múltiple: desde la conexión íntima hasta la desconexión total, desde la frecuente y personal hasta la tan distante verbal y físicamente que prácticamente está diluida. Solamente se revive algunas veces por algún acontecimiento muy especial: un funeral o un matrimonio.
Este fenómeno de la pertenencia y desconexión gradual entre los miembros de una familia es un proceso normal de un organismo vivo como es la familia: todo organismo vivo tiende a la multiplicación y a la complejidad debido a que está condicionado al crecimiento físico, mental y social. Sin embargo los familiares mantienen un esfuerzo por pertenecer a su familia y mantener sus múltiples costumbres y lenguaje y significados como un legado que les da una seguridad en su proceder cotidiano y en su forma de conectarse con las nuevas (y diversas) relaciones que van encontrando en las diferentes décadas que dura su vida.
Esta es una descripción muy teórica de la familia y su pertenencia.
Tan teórica que abstrae y elimina a los verdaderos personajes que pertenecen a una familia porque su participación y convivencia aunque sea silenciosa y desapercibida, mantiene la unión, nutre con pan y con sabias palabras, sufre las ausencias, fracasos y dolores familiares, se rebela contra la violencia fraterna o conyugal, celebra las fiestas y logros de los miembros y a lo largo de los años va construyendo una identidad con esa comunidad aunque no tenga su apellido.
Tal es el personaje que describe Alfonso Cuarón en su película “Roma”, ya tan laureada por tantos premios internacionales. Describe una persona que en la vida oficial de las familias de hoy y de ayer, no tiene pertenencia familiar, ni oficio educador. Pertenece formalmente a una clase social “diferente”. “Cleo” (Yalitza Aparicio) es una “sirvienta” indígena e ignorante, dos condiciones de nuestro ‘sistema de clases’ monárquico disfrazado de democrático y humanista, que la colocan en la región de los imperceptibles sociales que carecen de valor existencial.
Esta película nos descubre las incalculables dimensiones de la familia y de las familias que cada uno de nosotros hemos vivido. La dimensión de su evolución y cambio, que sustituye a la estabilidad perpetua de la foto familiar que presidía la sala de la casa. La dimensión de la diferencia, de tal manera que no hay ya dos familias iguales. Y la dimensión de la pertenencia familiar, que ya no está determinada solamente por la sangre, sino por la confianza y la intimidad de la vida compartida, que es la que deja una huella inolvidable.