Retórica de la muerte

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Retórica de la muerte

No hubiese sido extraño que en algún momento de sus correrías el Quijote dijera a su escudero: “¡Vaya por Dios! ¡Que con la Retórica hemos dado, mi querido Sancho!”. Así de útil y de importante ha sido esta disciplina desde la Antigüedad hasta nuestra época.

“Arte de persuadir y convencer”: de este modo la definen muchos diccionarios, la Wikipedia y el propio Aristóteles, quien escribió un interesantísimo tratado de “Retórica”, allá por el siglo IV a. C.

Este manual, por cierto, seguiría siendo tan socorrido lo mismo en la Edad Media que después, como sucedió con su “Poética”, tan manoseada y sobada por tantos y tantos teóricos del arte y la literatura a lo largo de los siglos.

Los filósofos griegos, que todo lo analizaron, quisieron conocer también el poder que ejercen sobre una audiencia el lenguaje y el “gestus” de quien los emplea. Parece que los primeros en estudiar estos fenómenos fueron los irónicamente llamados sofistas, es decir, los malabaristas del saber, que por cierto, vendían bastante caro entonces sus artilugios, según leemos en los Diálogos de Platón.

Una sombra de ellos encontramos en estos “Diálogos”. Advertimos incluso la presencia de alguno y su mañosa elocuencia. La retórica es evidente también en la tragedia griega: Esquilo, Sófocles y Eurípides saben utilizarla de manera impecable en los protagonistas de sus obras. Hay que leer –o presenciar en el teatro- el deslumbrante combate verbal entre Medea y Jasón, entre Ifigenia e Ismene o entre otros personajes trágicos de la antigua tragedia ática.

El tratado de Aristóteles nos presenta el envés del tapiz: la retórica es una “técnica”, un arte que es necesario ejercitar para alcanzar cierto dominio sobre él. Habrá quien tenga una disposición natural para la oratoria y la elocuencia: hasta ellos/as deberán entrenarse en el astuto y hábil uso del lenguaje verbal y no verbal. Otros, en cambio, tendrán que aplicarse con más empeño.

Pero el objetivo no es sólo el dominio del lenguaje en la oratoria: el propósito último de esta habilidad es la persuasión, el convencimiento del otro, de los otros. Y para eso todo se vale: desde una inflexión de voz hasta la más subliminal intención en el uso de una figura literaria como el símil o la metáfora. Ésa es, obviamente, la razón por la que la retórica es un arma tan apreciada por “los políticos” y los abogados.

Grosso modo y sin tomar en cuenta los remotos orígenes de esta disciplina –o herramienta, según se vea-, la estructura de un buen discurso está compuesto por: 1) inventio, 2) dispositio, 3) elocutio, 4) actio.

No parece necesario traducir estas palabras latinas, pero aquí van algunos equivalentes: “inventio” es la “invención” de un tema que, por lo demás, no sería de veras tan inventado porque, en cierto momento de la antigua historia griega y romana, habría ya un catálogo de temas de interés en muy diversas áreas.

“Dispositio” es algo así como la composición del discurso: planteamiento, desarrollo y final. En esta parte “los argumentos” son de importancia capital: quien no sabe argumentar carece, por supuesto, de solidez discursiva, y evidentemente, de credibilidad.

“Elocutio” puede traducirse casi tal cual: “elocución”, es decir, tener capacidad expresiva, elocutiva. Recuérdese el vocablo “locutor”. Un orador que no posea esta habilidad nada tiene que hacer en la oratoria –o en la política o en el mundillo de “la justicia”. Es legendario el hecho de que Demóstenes, que era tartamudo, entrenaba su “elocutio” introduciendo piedrecitas en su boca y gritando así sus discursos frente al mar.

No muchos dudarían en traducir “actio” como “acción”, lo que, hablando en otros términos, podríamos llamar “puesta en escena” y hoy hasta “performance”. Pensemos en Hitler o en Castro: vaya si tenían capacidad como oradores. Eran histriónicos y espectaculares, imposible negarlo, acaso también patéticos. Recuérdese que, algunavez, el Führer quiso ser actor. Nada menos. 

Resulta que hacia los años 50 del siglo pasado surgió, con Chaïm Perelman, otra neodisciplina: la “nueva retórica”, que acentúa su interés en el análisis de la argumentación. Para saber persuadir y convencer es necesario saber argumentar: quien posea la capacidad de argumentar con habilidad y astucia podrá convencer de cualquier cosa a sus oyentes o receptores.

Y si a esa sagacidad añadimos una buena presencia, un buen “look”, como diríamos ahora, la cosa puede darse por ganada.

La antigua retórica distinguía tres aspectos: el “ethos”, el “pathos” y el “logos”. El primero y el segundo están asociados al mundo de los sentimientos y las emociones de los seres humanos; el “logos”, como los otros dos, es un vocablo complejo: alude lo mismo a la razón que al conocimiento y al estudio de algo…

Aristóteles y los autores de otras épocas atribuyen, paradójicamente, más importancia al “ethos” y al “pathos” en la presentación de un discurso; el “logos” queda un poco a la zaga, pues se piensa que lo esencial se encuentra menos en “la verdad” y “la razón”, que en la impresión que la imagen y “la actuación” del orador ejercen sobre la audiencia.

Si lo pensamos bien, esa retórica ha sufrido una degeneración con el paso de los siglos. Veamos lo que sucede en el mundo de la política, en el ámbito de “la justicia” y hasta en la declamación escolar: todo se ha convertido en una serie de clichés, de trampas verbales y gestuales, de estereotipos enmascarados de solemnidad. Todo –o casi todo- ha venido a dar en una grotesca simulación a la que pocos se atreven a desenmascarar o por miedo o por comodidad.

Basta ver un concurso de oratoria en cualquier escuela de educación básica de nuestro sistema educativo: los chicos, asesorados por cierto tipo de profesores, siguen “actuando” sus discursos con una pasión absolutamente falsa y acartonada, digna de un actor decadente del siglo XIX. Por supuesto, no podemos culpar de este equívoco a los chicos, sino al despiste de algunos docentes.

Y no hablemos de los políticos, muchos de ellos habituados desde siempre a la hipocresía y a la mentira. Con imprimir una dosis de “vehemencia” a sus discursos pretenden hacer creer a la audiencia en la “autenticidad” de sus palabras. Como si no supiésemos nada de la historia de México y del mundo, como si fuésemos una horda de bobos.

La pandemia desatada ¿por los EEUU? en el mundo durante las últimas semanas nos da una muestra clarísima de las nauseabundas profundidades que ha tocado la retórica –por mucho que hablemos de neorretórica-: escuchemos a muchos de los altos líderes del planeta, veamos su parafernalia gestual, atendamos al discurso de los putrimillonarios y a las altísimas élites empresariales.

El Gran Teatro del Mundo y sus protagonistas gesticulando como personajes esperpénticos en sus palacetes de escenografía efímera mientras la población estorbosa –los ancianos- caen como moscas (perdón por este infame símil), China desacelera –según Trump- su poderío y Europa se postra ante el Gran Tótem con Tupé.

¿Neorretórica? Más bien: la enmascarada retórica del genocidio. ¿Cuáles son sus argumentos, sus verdaderos argumentos? ¿Son éticos? Pero ¿qué digo? ¿Cómo pedir una conducta ética a fantoches de tal traza y facha?