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Regular a las redes sociales, un debate ineludible
La libertad de expresión es un derecho esencial para la existencia de la democracia. De acuerdo con la teoría de los Derechos Humanos, aunque ningún derecho es más importante que otro, sí existen algunos de cuya práctica libre depende en buena medida la posibilidad de ejercer otros: el de la libertad de expresión es uno de ellos.
Por esta razón debatir sobre los extremos de este derecho, o sobre las limitaciones que pueden –y eventualmente deben– imponerse a su ejercicio, es un ejercicio fundamental. Nadie puede decir, sin faltar a la verdad, que se trata de una discusión inútil o vacua.
Lo importante de tal discusión es el punto de partida de la misma. Y aquí sí que la perspectiva cuenta y mucho. No es lo mismo discutir sobre la forma en la cual debe regularse este derecho desde la perspectiva de los ciudadanos que hacerlo desde la perspectiva del gobierno.
El comentario viene a propósito de la declaración realizada ayer por el líder de la mayoría en el Senado de la República, Ricardo Monreal, en el sentido de que esta misma semana planea entregar la iniciativa de reformas a la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión mediante la cual se buscaría regular a las empresas que administran las denominadas “redes sociales”.
Al respecto, Monreal ha dicho que la intención “no es censurar… no es obstaculizar el derecho a la libre expresión de las ideas”, sino “protegerlo y que no sea un ente privado… el que decida qué personas y qué contenido suprimir de su red”.
Nadie podría estar en contra de esta idea. Garantizar plenamente el derecho a la libertad de expresión de todas las personas constituye una obligación fundamental de los gobiernos democráticos, y eso implica establecer reglas claras y útiles a dicho propósito.
No puede ignorarse, sin embargo, que el Gobierno de la República ha contaminado el debate sobre este tema emitiendo expresiones estigmatizantes en contra de individuos concretos a partir de “revelar” la supuesta militancia partidista –contraria a la suya, por supuesto– de un alto ejecutivo de la empresa que administra la red social Twitter.
No puede ignorarse tampoco que en todo el mundo los gobiernos –del signo ideológico que sean– intentan siempre controlar el flujo de información y reclaman, abierta o tácitamente, que sólo se difunda aquella información que resulta conveniente a sus intereses.
Tampoco puede ignorarse que el ejercicio del derecho a la libertad de expresión se caracteriza por el exceso de no pocos individuos o que las empresas, los partidos y los grupos de interés –públicos o privados– cruzan con frecuencia la línea de lo éticamente válido para impulsar sus agendas.
Hasta ahora, sin embargo, la idea que ha predominado en el mundo democrático es que cualquier exceso es preferible a la alternativa, que es la censura. Por ello es que este debate trascendental no debe perderse en la frivolidad de considerar que se trata de otra discusión sobre el Presidente, porque entonces se corre el riesgo de pasar de la “tiranía de las empresas” a la “tiranía de los políticos”.