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Región 4

Los mexicanos —todo mexicano lo sabe— tenemos una propensión insana. Bueno: en realidad poseemos toda una colección de insanas propensiones, pero hoy quiero referirme en específico a una de ellas: la de auto flagelarnos, la de concedernos a nosotros mismos —como especie— un valor inferior al de los demás, sobre todo cuando los demás provienen de esa porción del planeta conocida como el “primer mundo”.

Demeritarnos es un deporte nacional a cuya práctica nos entregamos a la menor provocación y a veces sin ella. Múltiples explicaciones han sido acuñadas para tal conducta, desde muy diversas perspectivas académicas y todas, en mayor o menor medida, atinan en el blanco.

La proclividad al castigo auto infligido, dicen los entendidos, constituye un remanente del “trauma de la conquista”, de esa resistencia —anidada en el “inconsciente colectivo”— a reconocernos como producto del violento ayuntamiento entre conquistadores e indígenas.

Aquí, su charro negro, encuentra más o menos complejo entender eso del “inconsciente colectivo” porque si ya batallo con mi inconsciente personal, eso de tener uno compartido, como si se tratara de un gigantesco multifamiliar del Infonavit, me genera preocupaciones extraordinarias.

Pero alguna razón tendrán quienes han acuñado la tal conclusión ésa e intentan explicar nuestra malsana costumbre por azotarnos sin piedad en cuanto tenemos oportunidad.

Habremos de reconocer también, por supuesto, lo evidente: nuestra cultura se diferencia claramente de la teutona, por ejemplo, al momento de concebir y ejecutar proyectos de toda laya: los germanos son el epítome del rigor y la disciplina, mientras nosotros somos más bien relajados y afectos a tomarnos las cosas con calma… excesiva, las más de las veces.

No puede generalizarse, por supuesto, a partir del señalamiento anterior y etiquetar a la raza azteca como enemiga de la calidad o incapaz de llevar a cabo empresas de gran calado, a la altura de los mejores del mundo.

Ejemplos destacados existen, y muchos, en nuestro País. Ocurre solamente que en términos de densidad, pues algunas otras culturas nos ganan y eso es evidente cuando se consulta cualquier medallero: de los juegos Olímpicos al catálogo de las empresas de “clase mundial”, pues ciertamente andamos un poco rezagadones… Aunque si uno no se fija, ni se nota.

La cultura del “a’i se va” y del “no hace falta más” nos pasa la factura cuando de competitividad globalizada se trata y pues ni modo: a aguantar vara con la crítica externa y a ser rigurosos con la autocrítica.

Por lo demás, pues tampoco nos preocupa demasiado, a juzgar por el entusiasmo con el cual esperamos cada fin de semana, la jubilosa recepción que de cada espacio para el ocio hacemos y las energías con las cuales promovemos y alentamos la extensión del descanso y la parranda.

De cuando en cuando, sin embargo, a uno le preocupa el ayuno de éxitos nacionales, nuestra perpetua —o casi— ausencia de los podios en donde se reparten los laureles cuya posesión todo mundo anhela.

De cuando en cuando se antoja pensar en la posibilidad de ser reconocidos como potencia en alguna de las muchas categorías luminosas del quehacer humano… porque trofeos en las actividades incubadas en el lado oscuro de la fuerza ya tenemos suficientes.

De cuando en cuando se antoja concitar la envidia planetaria porque nuestros talentos —que no son pocos, dicho sea de paso— nos colocaran en la cresta de la ola y nos mantuvieran allí para sorpresa del respetable y desazón de aquellos a quienes desplazáramos del máximo pedestal.

La realidad, sin embargo, mezquina como es con algunas estirpes —diría Gabito—, no solamente nos niega la posibilidad de acceder al anhelado sitial de honor: a contracorriente de tal posibilidad, nos arroja a la cara, con insana frecuencia, motivos para documentar el pesimismo.

Tómese como ejemplo la nota aparecida en todos los medios nacionales hace algunos días y, sin duda alguna, “cabeceada” con toda la mala intención de hacernos ver la crudeza de nuestra triste realidad: “el precario porno mexicano y su actriz más joven”.

El texto, distribuido por la editorial El País —de España, of course— relata cómo nuestro País ha iniciado una tímida incursión en la industria de la pornografía, a través de una empresa cuya denominación de origen no se puede ocultar y nos condena de antemano: “Sexmex”.

El relato es una convocatoria para la depresión: a las producciones del porno azteca les falta presupuesto y, si quisiera hablarse de una “industria” nacional de este rubro, debería reconocerse en la misma categoría, por ejemplo, al puesto de gorditas de la esquina.

Es realmente deprimente reconocerlo: hasta en negocios en los cuales no se requiere —al menos en apariencia— de mayores habilidades ni talentos, terminamos haciendo versiones “región 4”.

¡Feliz fin de semana!

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3