Rechazaron la vacuna y ahora quieren que sepamos que se arrepienten

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Rechazaron la vacuna y ahora quieren que sepamos que se arrepienten

Glen Arnell, a la derecha, y Mindy Greene visitan a Russ Greene, en el Hospital de Especialidades de Utah Valley, en Provo, Utah, el 23 de julio de 2021. (Kim Raff/The New York Times)
En medio de un rebrote de contagios y decesos por el coronavirus, algunas personas que rechazaron la vacuna enfrentan las consecuencias

Jack Healy

PROVO, Utah — Mientras Mindy Greene pasaba otro día en la unidad de terapia intensiva para pacientes con COVID escuchando chirriar las máquinas que ahora respiraban por su esposo de 42 años, Russ, encendió su teléfono y escribió un mensaje. 

“No nos vacunamos. Leí todo tipo de cosas sobre la vacuna y me asusté. Así que tomé esa decisión, oré por ella y tuve la sensación de que estaríamos bien”, escribió en Facebook. 

Pero no lo estuvieron. 

Ahora su esposo, padre de cuatro hijos, lleno de tubos conectados a su cuerpo, se debatía entre la vida y la muerte. El paciente de la habitación contigua había fallecido unas horas antes. Ese día, el 13 de julio, Greene decidió sumar su voz a un insólito grupo de personas que se pronunciaban en el polarizado debate a nivel nacional sobre la vacunación: los arrepentidos.  

“Si hubiera tenido la información que tengo ahora, nos habríamos vacunado”, escribió Greene. Pasara lo que pasara, oprimió “enviar”.  

En medio de un rebrote de contagios y decesos por el coronavirus, algunas personas que rechazaron la vacuna o que simplemente esperaron demasiado tiempo ahora están enfrentando las consecuencias, a menudo de manera cruda y en público. Varias se expresan desde camas en el hospital, en funerales y a través de obituarios sobre su arrepentimiento, sobre el dolor de contraer el virus y de ver morir a familiares no vacunados cuando luchaban por poder respirar.   

“Me siento muy culpable”, comentó Greene una mañana mientras estaba sentada en el vestíbulo del cuarto piso afuera de la unidad de terapia intensiva del Hospital Utah Valley en Provo, el cual da a las montañas en las que su familia solía hacer senderismo y paseos en vehículos todoterreno. “Me culpo todos los días”.  

Mindy Green en la sala de espera del hospital mientras espera noticias de su esposo. (Kim Raff/The New York Times)

El reciente aumento de contagios y hospitalizaciones entre las personas no vacunadas ha impuesto la triste realidad de que el COVID-19 destruye el hogar de muchas personas que pensaban que habían eludido la pandemia. Pero ahora, con el enojo y la fatiga acumulados por todos lados, la pregunta es si sus historias en verdad pueden cambiar ciertas opiniones.    

Algunas personas hospitalizadas con el virus siguen insistiendo en no ser vacunadas y las encuestas señalan que la mayoría de los estadounidenses no vacunados no están cambiando de opinión. Los médicos que trabajan en las unidades de COVID afirman que algunos pacientes siguen negándose a creer que están enfermos de algo más que neumonía.

“Hay pacientes con COVID en la unidad de terapia intensiva que no aceptan que tienen COVID”, señaló Matthew Sperry, un médico de estado crítico pulmonar que ha estado atendiendo al esposo de Greene. “No importa lo que nosotros digamos”.  

En las últimas dos semanas, las hospitalizaciones por COVID en Utah han aumentado un 35 por ciento y Sperry afirmó que las unidades de terapia intensiva en el sistema de 24 hospitales donde trabaja están al 98 por ciento de su capacidad. 

No obstante, algunos hospitales saturados de pacientes en franjas del país mayormente conservadoras y donde la gente no está vacunada, como último recurso, han comenzado a incorporar a sobrevivientes de COVID para que funjan como mensajeros de salud pública con la esperanza de que quienes solían desconfiar de las vacunas puedan convencer de que se vacunen a otras personas que ignoraron las campañas de vacunación encabezadas por el presidente Joe Biden, Anthony Fauci, así como ejércitos de médicos locales y trabajadores sanitarios.  

Sus historias son testimonios reales en medio de una pandemia que se ha nutrido de la desinformación, el miedo y las divisiones partidistas reforzadas con respecto a la vacuna.  

“La gente está siendo noticia desde sus camas de hospital y desde los pabellones”, comentó Rebecca Weintraub, profesora adjunta de Salud Global y Medicina Social en la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard. “El mensaje es accesible: ‘Yo no protegí a mi propia familia. Déjame ayudarte a proteger a la tuya’”.  

En Springfield, Misuri, donde este verano repuntaron los casos por coronavirus, Russel Taylor estaba sentado vistiendo una bata de hospital y con una cánula de oxígeno que le atravesaba el rostro para brindar su testimonio en favor de las vacunas en un video del hospital. “Ahora no se me ocurriría no vacunarme”, comentó. 

Un texano que se sometió a un doble trasplante de pulmón luego de contraer el virus apareció en la televisión local para hacer un llamado a vacunarse.

En Utah, Greene mencionó que su esposo había dejado en sus manos la decisión sobre la vacunación de la familia. Al principio, pensó en vacunarse tan pronto como se vacunó su vecino de al lado, quien es médico.  

Pero tenía dudas sobre la vacuna y encontró muchas razones para desconfiar cuando revisó las redes sociales o habló con algunos amigos antivacunas. “Tienes que ver esto”, le escribió uno de ellos. 

Algunos vínculos la llevaron por un laberinto de teorías conspiratorias promovidas por los antivacunas y los youtuberos y a videos en los que los médicos y las enfermeras antivacunas califican de “armas biológicas” a las vacunas contra el COVID-19.   

El COVID afectó su mundo familiar a fines de junio cuando sus dos hijos mayores trajeron el virus a la casa después de un campamento de la iglesia donde se contagiaron nueve chicos. El virus se propagó a la familia. Luego llegó el día en que, cuando sus niveles de oxígeno cayeron de manera brusca, tuvieron que trasladar de emergencia al hospital al esposo de Greene, un cazador que practicaba senderismo en las montañas. 

Ahora, los Greene miden el tiempo en “días de COVID”. Ella se despierta con arcadas todas las mañanas. Mientras ella se va al hospital, sus cuatro hijos (que van de los 8 a los 18 años) se quedan en casa sin poder contarle a su papá sobre la clase de baile ni sobre el batazo que lanzó la bola fuera del campo durante un partido de béisbol.

Antes del COVID, la vida de esta familia estaba afianzada en su religión y en la comunidad de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Ahora, sus amigos de la iglesia y sus vecinos llevan de cenar a la casa y mandan a la congregación noticias sobre el esposo de Greene. 

Greene comienza sus vistas al hospital con una lectura espiritual y todas las termina las noches reuniendo a sus hijos —Hunter, de 18 años; Easton, de 15; Betty, de 13, y Rushton, de 8— para hablar de su padre y de las oraciones que necesita. 

Sus ideas cambiaron cuando el virus destrozó el cuerpo de su marido y cuando los médicos le pusieron un respirador. Cambiaron cuando habló con los médicos y las enfermeras sobre los pacientes no vacunados que saturaban los hospitales y cuando se sentaba afuera de la unidad de terapia intensiva y escuchaba llegar los helicópteros de emergencias. Greene comentó que había hecho cita para vacunar a sus hijos. c.2021 The New York Times Company

Ahora la familia Greene se debate entre la incertidumbre diaria de la salud del padre. (Michael B. Thomas/The New York Times)