Realizando un sueño todavía

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Realizando un sueño todavía

Todo empezó con trinos madrugadores que dejaron extasiado al indio. Era un gorjeo mejor que el del coyoltótotl y del tzinitzcan y otras aves canoras.

Cuando oyó Juan Diego el diminutivo de su nombre acudió, presuroso, a la cumbre del cerrillo.
“Juanito, hijito, el más pequeño, ¿a dónde te diriges?”. La vio Juan Diego como una doncella amable. Ella se presentó como madre del verdadero Dios: de Ipalnemohuani (Aquel por quien se vive), de Teyocoayani (del Creador de las personas), de Tloque Nahuaque (del Dueño del estar junto a todo y del abarcarlo todo), de Ilhuicahua Tlaltipaque (del Señor del cielo y de la tierra).

Es el náhuatl del indio Valeriano.  Escribió el “Nican Mopohua” en el que se narran estos acontecimientos. La Virgen le hizo saber -a quien sería su mensajero- que deseaba que se le construyera una casita. Quería escuchar maternalmente el llanto  y la tristeza de quienes acudieran a Ella con confianza. Intentaba purificar y curar sus diferentes miserias, sus penas, sus dolores.  Buscaba entregar ese templo al que es todo su amor, su mirada compasiva, su auxilio, su salvación. Realizar lo que Él, que es su mirada misericordiosa,  pretende en ese lugar.

Le da la encomienda de presentar la petición al obispo Zumárraga. No le cree y le dice que venga otro día para escucharlo, pensar y decidir. Al llevar la noticia  le dice a la señora del Tepeyac que escoja mejor a algún  ilustre noble. “Yo soy mecapal, soy cacaxtle (escalerita de tablas para llevar carga), soy cola, soy ala...). Con gran cortesía y firmeza, la Virgen, reafirmando su identidad, le dice: “Muchísimo te ruego, hijito mío consentido, y  con rigor te mando, que mañana vayas otra vez con el Obispo...”. 

El obispo pide una señal al indio. Se agrava su tío Bernardino. Juan Diego quiere llevarle algún médico y un sacerdote. Rodea el Tepeyac para no encontrarse con la señora  “¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño? ¿A dónde vas?...” Era ella que le cortó la retirada. En su presencia él se postró con gran respeto, la saludó, tuvo el honor de decirle:”Mi Virgencita, hija mía, la más amada, mi reina, ojalá estés contenta ¿cómo amaneciste? ¿estás bien de salud?... está gravísimo un criado tuyo, tío mío... no tardará en morir”. María dice palabras inolvidables al indio que en ese momento parece representar a todo un pueblo: “Hijo mío, el más querido, No es nada lo que te espantó y te afligió, que no se altere tu rostro, tu corazón ¿Acaso no estoy yo aquí que tengo el honor de ser tu madre? ¿acaso no estás bajo mi sombra? ¿Acaso no soy la fuente de tu alegría? ¿qué no estás en mi regazo, en el cruce de mis brazos? ¿Por ventura tienes necesidad de otra cosa?”. Y le dice que nada le perturbe ya, que su tío ha sanado en ese instante.

Sube a la cumbre como ella le dice, corta las flores, y va con ellas al obispo. Al dejarlas caer pintaron la imagen que aun se venera en el templo en la que se ha convertido en Emperatriz de América. Pincel de rosas y, como lienzo, ¡un ayate!... ¿Algún día se acabará de construír el templo de piedras vivas que Ella soñó?...