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‘Rayo que no cesa’
“Siempre agradezco a Dios todo lo que he recibido de él, todo lo que tengo él me lo ha dado, de una manera muy especial en este día, en esta celebración eucarística que en sí misma es una acción de gracias, le doy gracias por sus innumerables dones, comenzando por la vida misma que me ha conservado tanto tiempo. Les prometo que sólo hablaré un minuto por cada año de vida”. Con estas palabras don Francisco Villalobos Padilla agradecía el homenaje en su centenario cumpleaños, hace unos meses.
Mi encuentro con el Obispo fue en la ceremonia impactante de su unción como pastor de la grey católica de la Diócesis de Saltillo, tendría el que suscribe unos 9 años, el tumulto daba paso al sacerdote que había llegado como auxiliar de Monseñor Guízar tiempo atrás y que ese día, de cara al piso y en señal de cruz, prestaba un juramento que ha llevado al pie de la letra: “Un enviado a la viña del señor”, como dicta su escudo.
Años después y llegados los 12 años, con la muerte de mi padre mi refugio fue la capilla de Santo Cristo a servir como monaguillo de mi entrañable tío José Raúl Bonafoux, quien a su vez era el vocero de la Diócesis, lo que permitió el otro encuentro con Villalobos en una cena en la que me percaté que, al terminar ésta, el Obispo acudió a la cocina para agradecer a las monjas por el platillo, les dijo : “De repente se lucen hermanas” y de despedida: “consérvense en escabeche”.
Pasado el tiempo, los encuentros eran sobre la calle de Castelar, que vive en mi corazón, lugar por donde transitaba los miércoles a fin de ir a comer a la casa de mis estimadas maestras Ana e Irene Cepeda y degustar los platillos de recetas antiguas del Saltillo que aún no fallece gracias a personas como ellas.
Delgado, alto, caminante consumado, de gustos refinados para la comida, gran conversador y discreto opinante, Villalobos cumple 50 años de Obispo y lo hace en pleno ejercicio de sus amplias enseñanzas y modelos de actuar.
Originario de Guadalajara, perteneciente a una numerosa familia y con varios hermanos y hermanas en la vida religiosa, fue educado en escuelas de maristas y jesuitas. Cuando abrazó la carrera al sacerdocio lo hizo en Guadalajara, pero a escondidas, ya que el régimen del general Cárdenas había cerrado los seminarios.
Para perfeccionar sus estudios fue enviado a Roma en la postguerra y fue compañero de Monseñor Samuel Ruiz, el enigmático obispo de San Cristóbal.
Después de haber sido rector del Seminario Mayor de Guadalajara por largo tiempo, lo preconizaron Obispo Titular de Columnata y Auxiliar de Saltillo el 3 de mayo de 1971, en apoyo al obispo Guízar Barragán, y finalmente en octubre de 1975 recibió la Diócesis de Saltillo.
Un rayo habita a Villalobos porque, ya como obispo, organizó de una manera eficiente y efectiva la administración de la diócesis, delegando funciones que anteriormente eran reservadas para su jerarquía y permitiendo una dinámica y contacto cercano con su grey.
Giras continuas a visitar los más recónditos lugares de la diócesis más grande en territorio de México en esos tiempos, porque comprendía municipios del sur, centro y norte del estado.
En 1987 organizó Cáritas de Catedral con éxito, e inclusive su expansión a Monclova y Piedras Negras.
Amplió el seminario mayor de Saltillo y abrió el seminario de Piedras Negras. En sus primeros 10 años de obispo había impuesto las manos para el presbiterado a 58 sacerdotes para el servicio de la Diócesis.
No sólo forma parte de la historia de esta ciudad desde hace 50 años, sino que es un símbolo de la vocación cristiana que debemos tener los católicos, esa que dicta: “El corazón a Dios, ojo al peso y lomo tieso”.
Un personaje que vino a traer a esta tierra paz y reflexión, consuelo a sus feligreses y una enseñanza en sus largos sermones llenos de reflexión y filosofía.
Larga vida al obispo Villalobos estaría de sobra desearla, ya que Dios en sus menesteres de eso se encarga, más bien hago un agradecimiento a través de reconocer la obra de un rayo que no cesa. Felicidades, su eminencia, Obispo emérito de Saltillo.