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Rasgos de Santa Anna

Conocemos a don Antonio López de Santa Anna como gallero profesional; hasta los historiadores paraestatales saben que era gran jugador de los palenques. Noticias tenemos de él también que lo presentan como devoto lector del libro de las 40 hojas, que es la baraja española, con la que jugaba épicas partidas de malilla, brisca, tresillo y, sobre todo, albures napoleónicos en que apostaba muy altas pilas de onzas de oro -ajenas siempre- a una sola carta. No se debe omitir la supereminencia de Santa Anna en otro juego asaz más entretenido y provechoso, que es el del amor: en partidas de amoríos fue también Su Excelencia insigne justador. Baste citar tan sólo el episodio aquel de Texas en el que don Antonio, enamoriscado de los rotundos encantos de una muchacha cuya virginidad era guardada por una fiera Gorgona, su mamá, logró disfrutar de aquellas voluptuosidades disfrazando a uno de sus soldados de cura casamentero y simulando un matrimonio religioso más falso que un moderno Lovable, más mentiroso que su mentido amor.

Pues bien: si en aquel tiempo y en aquel espacio hubiérase jugado el juego de naipes que se llama póker en cualquiera de las variantes que mister Hoyle reglamentó -abierto, cerrado, Alaska, sin revire, Monte Casino, proclamado, doble, sencillo y natural- si se hubiera jugado póker en aquellos años en México, digo, don Antonio López de Santa Anna habría sido en ese juego lo que en este tiempo es en el bridge Omar Shariff.

Digo eso porque para jugar al póker es necesario tener cara de palo como Buster Keaton, inexpresivo rostro que no traicione ni con un gesto ni con una mirada la secreta intención del jugador y que no muestre, ni siquiera por un asomo de sonrisa tan vaga como la de la Gioconda, que le llegó buen juego, o por el fruncimiento de un solo pelito de la ceja que tiene mala mano.

Del mismo modo que el póker es una guerra -también para ganar esa guerra se necesitan las tres cosas que decía Napoleón: dinero, dinero y dinero- la guerra es un juego en el que a veces son necesarias las virtudes del tahúr: audacia, serenidad, calculadora y sangre fría. Santa Anna tenía todas esas cualidades y otra más que el jugador de póker debe por fuerza ejercitar: lo que se llama “bluff’’, habilidad para hacer creer al adversario que se tiene más de lo que en verdad se tiene. Si alguien duda de que Santa Anna sabía “blofear’’, lea la comunicación que mandó a Taylor en vísperas de la batalla de La Angostura:

“... Está usted rodeado por veinte mil hombres y, según todas las probabilidades, no puede evitar una derrota y la destrucción de sus tropas. Sin embargo, mereciéndome usted estimación particular, se lo aviso para que pueda rendirse a discreción, bajo la seguridad de ser tratado como cumple al carácter mexicano, a cuyo fin se le concede el plazo de una hora desde la llegada de mi parlamentario al campo de usted...’’.

¡Qué excelso simulador era Santa Anna! ¡Qué grandísimo mentiroso! Ni traía con él 20 mil hombres, ni tenía rodeado a Taylor, ni había la menor probabilidad de que pudiera destruir al enemigo. Y sin embargo hacía a Taylor una formal intimación para que se rindiera “a discreción’’, es decir, en forma total, sin condiciones, y aun se daba el lujo de dar al general enemigo un plazo perentorio -de una hora, nada menos y nada más- para que se le entregara con armas y bagajes. Confieso que en este punto del relato no sé si soltar el trapo de la risa o sentir admiración por la audacia de aquel desconcertante personaje que Santa Anna fue.