Ralentí

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Ralentí

Ilustración: Vanguardia/Monserrat Garduño

Por SANDRA VANESSA BUCIO SÁNCHEZ

Las trenzas de mi bisabuela continuaron creciendo. Cuando su padre la metió entre la pared, le entregó un botellín lleno de leche, una olla con las reliquias familiares y le prometió regresar pronto por ella. Le advirtió que no hiciera ningún ruido, ni cambiara de posición. Le pidió tener calma; al regresar, tocaría en la pared como cuando toca en la puerta de Don Ernesto. Yo siempre me imagino que él, lechero del tatarabuelo, es el mismo lechero de nosotros. Parece como si esas fotografías de las tierras en sequía, fueran tomadas de su frente; sus dedos nudosos ¿causarán dolor a las vacas?, porqué al él sí, se lo noto cuando toma el bidón para llenarlo de leche espesa y fresca.

En las noches, a la antigüita, mi mamá nos sirve conchas recién horneadas, rebosantes de nata; con una taza de té para mí y una con café negro para ella.  Mientras mi panza se inflama conforme le cae la blanca grasa, entro en somnolencia al ver el vapor salir de las tazas, ligero de la mía, pesado de la suya.  Pienso en los surcos de piel de Don Ernesto; en el banco usado para la ordeña; en los gigantes y brillantes ojos de las vacas; en que la gente se los come en tacos.  ¿También sabrán a leche?, ¿reventarán al morderlos?, ¿les saldrán lágrimas mientras los mastican?  Sus largas pestañas son como las de los bebés, siempre largas y húmedas. Como las trenzas de la pared.  Se me figuran como un árbol, pero no lo sé; nadie me explica nada, solo me dicen que no haga preguntas tontas, que no ande contando nuestros secretos.  Pero cuando me toca desenredarlas, veo como empieza a escurrir el agua al pasar el peine de madera (para no maltratar ese hermoso, grueso y largo cabello gris); el agua se amontona y corre como si huyera.  Termina encharcada en el piso y María pasa el trapeador queriendo secar. Tan cristalina que me duele se ensucie con el polvo y termine en la cañería maloliente, llena de los secretos sucios de las personas de esta casa.

Los retortijones en mi panza son cada vez peores; a veces me duele el hígado y a veces la tripa.  Yo no entiendo de eso, pero así dice mi mamá cuando me duele del lado derecho o del izquierdo.  Una vez me dolió más arriba y me dijo que era el “vaso”; entonces empecé a hacerme cargo de uno solo para mí.  Lo lavo a cada rato.  Primero uso la esponja del fregadero, con mucho jabón; luego lo restriego entre mis dedos y el agua hasta dejarlo limpiecito, porque seguro esa esponja está llena de las babas de todos, se echa a perder, se llena de hongos, se hace más babosa y huele feo; pero nadie lo nota porque es transparente, solo yo.  Lo lavo bien; luego, a escondidas de mi madre para que no me regañe por andar de obsesiva, tirando el dinero a la basura, lo seco con una servilleta de papel. Guardo el vaso en una bolsa de plástico, de cierre hermético y me lo llevo a mi cajón de calzones. La servilleta me la guardo entre la presilla hasta tener oportunidad de ir a hacer pipí.

¿Y si son los vapores de las trenzas? En las mañanas escucho algo, el despertar de la lejana ciudad. Siento sus murmullos acariciando mis brazos, algo muy suave pasa por mi piel y deja olor a tierra mojada. Un cambio en el ambiente, como una cortina de humo que nos mantiene tranquilos entre las sábanas; luego se va, inicia el calor y se evapora. Cuando logro levantarme, lo veo fundirse entre las hendiduras de las trenzas; pero como yo lo quiero para mí, corro a meter la nariz ahí para absorber sus últimas esencias. Nunca lo alcanzo; me conformo al tocar esas gotitas de rocío con la punta de mi lengua. Por unos breves momentos, menores a un suspiro, se mezclan en mí, los efluvios de la tierra y el tiempo.  Han empezado a morir.

 

Sandra Vanessa Bucio Sánchez

PERIODISTA (Monterrey, 23 de febrero de 1966) Psicóloga. Dedicada al periodismo desde hace 36 años. Actualmente es editora en El Pionero de Ramos Arizpe. Psicóloga. Forma parte del diplomado El Cuento impartido por Alejandro Pérez Cervantes en la Universidad Iberoamericana campus Saltillo.