Rafael Bravo Meza In Memoriam

Usted está aquí

Rafael Bravo Meza In Memoriam

Templo del Tiempo, que un suspiro cifra,
subo a ese punto puro y me acostumbro,
todo arropado en mi mirar marino…

Paul Valéry

 

Como había prometido, Gustav telefoneó “desde el mar” de Veracruz. “Hola, ¿cómo estás?”, preguntó, pero casi no lo escuchaba. “Hay mucho viento, pero aquí estoy, frente al mar, ¿sí lo oyes?”, dijo. Interferencias y ruidos extraños, eso es lo que escuchaba; y algunas palabras que, reconstruidas, puedo consignar aquí.

Converso con Gustav vía Messenger. Le he dicho que por varios motivos amo profundamente el mar, especialmente el de Veracruz. “Voy a telefonearte desde el mar”, me dijo hace unos días. Pensé que se trataba de una frase cordial y nada más que eso. Pero lo hizo.

Antes me envío varias fotografías de ese mar, fotografías que acababa de hacer para mí. Llegaron a mi rupestre teléfono una a una, como dardos de agua que dieron justo en el blanco y en él me dejaron. “Éste es San Juan de Ulúa. ¿Lo recuerdas?… 

Y éste es el Faro…”, escribió. Y el agua salada salpicaba la pantalla del teléfono. Vi peces, medusas y hermosos monstruos marinos.

Me pregunté si Gustav sospecharía lo que en mí provocaba aquel mar de Veracruz que me entregaba, parte a parte, de manera virtual. Tomé cada uno de esos fragmentos de mar y fui guardándolos en una cajita de vidrio con tapa horadada para contemplarlos cuando terminara nuestra conversación gráfica. La cajita sigue ahí, sobre un taburete. Pronto será necesario sustituirla por otra más grande: el pequeño mar crece y su flora y su fauna se multiplican.

Hoy mismo, antes de venir hasta aquí, tuve que pedir a varios minúsculos tritones que dejaran de reñir por la falta de espacio. No me resultó extraño comprender su idioma, que no era el griego clásico sino otro que sonaba como a música impresionista o algo así de evanescente. Creí escuchar a Debussy, pero quizá no haya sido sino una ilusión auditiva. Lo que no fue ilusorio es la hermosura de estos seres hipotéticamente imaginarios.

Antes de cerrar la puerta y salir de casa, vi cómo algunos de esos diminutos tritones perseguían a varias sirenas de nacarada belleza. Cantaban, por supuesto, las sirenas. Y lo hacían de una forma inverosímil. Ignoro cómo pude escuchar sus voces porque no cantaban en la superficie de aquel mar minúsculo, sino dentro de sus profundidades.

“Voy a telefonearte desde el mar”, me dijo Gustav. Y lo hizo. A pesar del ruido que impedía la cabal audición de su voz y la de las olas, alcancé a escuchar su pregunta: “¿Hablas alemán?”. Me arrepentí de no haber estudiado en forma la lengua de Goethe. “No”, respondí. “¿Inglés?” “Sí, algo…” “Voy a presentarte a un amigo austriaco…” Pronto escuché otra voz que me dijo en un inglés medio: “Hola, soy Egon…”. “¿Egon?”, fue mi pregunta obvia. Hablamos. Y las olas se filtraron por el teléfono. “This is a paradise…”, dijo Egon y esta vez pude oír no sólo su voz sino también la del mar.

¿Qué haría entonces Gustav? ¿Entornando los párpados estaría contemplando aquel horizonte líquido? Lo he hecho muchas veces ante esas aguas, conquistadas hace varios siglos por otros ojos, extranjeros, extraños. ¿Colocaría su mano derecha en la frente como una pantalla a la espera de que Egon terminara su charla conmigo? 

¿Vería aquel mar como lo he visto antes? “No importa que no sepas alemán. Te 
defiendes bien con el inglés. Me alegra conocerte, aunque sea por teléfono…”: la voz de Egon empezaba a parecerse a la de Debussy.

Apareció un relámpago. Era Virgilio. El Virgilio de Hermann Broch. Vi al poeta latino, demacrado por el delirio de la fiebre, navegando sobre un mar de soliloquios. “Destruid el manuscrito, destruid ese poema…”, imploraba. Entre los rugidos del mar porteño y el harpa y las cuerdas sinuosas de “La Mer”, pude oír sus voces: la de Gustav, la de Egon, la de Broch, la de Virgilio. Y el apasionado lamento de Dido, antes de entregarse a las llamas de la pira.

He tenido que salir de mi casa. La he convertido en un contenedor de fragmentos de mar. Ya antes lo he hecho y no me sorprende: he abandonado otros habitáculos por motivos semejantes. Pero me he instalado muy cerca de ese receptáculo, tan cerca que puedo tocar sus paredes traslúcidas cuando lo deseo, como ahora. Los arrecifes de coral mueven su cuerpecillo escarlata a modo de saludo. Los peces apuran su carrera para venir a besar mis dedos.

No puedo contar esto a Gustav porque estoy seguro de que no me creería. ¿O sí? “Estoy frente al Faro, ¿lo recuerdas? Es de color verde…”, dice. Lo recuerdo, sí. 

No se lo digo; lo pienso. Y no puedo decírselo, no puedo decirle: “claro, Gustav, sí, sí, recuerdo el Faro…”, porque estoy llorando como un chiquillo, contemplando el mar de Veracruz, escuchando su balada incesante. 

“Voy a telefonearte desde el mar, ¿eh?”. “¿De verdad? ¿Vas a llamarme desde el mar? Pero ¿crees que haya señal ahí?” “Sí, claro, a menos que haya mucho viento… 

Voy a hablarte desde el mar para que lo escuches en Saltillo, ¿de acuerdo?”. “Sí, sí, de acuerdo…”. “Y vas a escucharlo aunque haya mucho viento, vas a escuchar el mar de Veracruz, el mar que tanto amas…”. No le creí pero lo hizo. Gustav me llamó desde el mar. Y por unos minutos, sólo por unos minutos, canté en sus entrañas de agua y fui escuchado. Lo sé por la sal que aún tengo en los labios.