Qué timba formidable
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Qué timba formidable
Cualquiera recuerda las primeras líneas de “El Contrato Social”, del filósofo ginebrino Jean-Jacques Rousseau (siglo 18): “El hombre nace libre, y sin embargo, en todas partes está encadenado…”. Otra idea rousseauniana: “El hombre nace bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe”.
Olímpica idea, por supuesto. Ideas que contrastan de manera escandalosa con las del inglés Thomas Hobbes (siglos 16-17), el autor de su célebre “Leviatán”, quien afirma que sin las normas del Estado: “El hombre es el lobo del hombre”.
No cabe duda: la filosofía, y especialmente la filosofía política, ha construido un magnífico edificio teórico que pareció culminar en el pináculo del pensamiento de Karl Marx, adalid de lo que muchos aún llaman “izquierda”.
El hecho es que tal edificación no ha terminado y no terminará hasta que alcancemos la utopía de la verdadera democracia, no sólo en México sino en el mundo entero. Es decir -y por desgracia-: la construcción de esa Ciudad del Sol o de esa Arcadia no terminará jamás.
Daré un ejemplo, jocoso pero grotesco y demencial. El ejemplo no es nuevo; de hecho, ha servido a Kafka para escribir algunas de las novelas más emblemáticas del siglo 20 y lo que va de éste: la burocracia, tan socorrida por “la izquierda”, “la derecha”, “el centro” y cualquier otra tendencia política.
El “gobierno tras el escritorio” –fondo etimológico de la palabra burocracia- parece en México el verdadero imperio de la desesperación y la locura. Aunque hayamos “nacido libres”, como afirma Rousseau, cuando caemos en las garras de la burocracia sabemos que todo se ensombrece y extravía de ventanilla en ventanilla.
Una vez que nos enfrentamos al primer “buró”, al primer escritorio, a la primera oficina de cualquier institución de gobierno –o de otro tipo-, empezamos a intuir que no nacemos libres; más aún, sospechamos la verdad: desde que llegamos al mundo nacemos encadenados, no con eslabones de metal quizá, pero sí con otros más siniestros aún.
Aquello de que “el hombre es el lobo del hombre” no lo vemos ya como una advertencia filosófica sino como una certeza incuestionable. Es verdad: todos somos víctimas de todos. Para muchísimos seres humanos es un placer secreto el hacer daño a sus semejantes. No formulo una hipótesis, no teorizo: afirmo. Darwin tiene razón: aquí sobrevive el más apto…
¿Y quién es el más apto? Hombre, la respuesta es obvia: el cínico, el hipócrita, el que “lleva la corriente”, el que sabe jugar el juego de las apariencias, el que traga estiércol sin hacer gestos, el valemadrista, el trepador, el vividor, el malandro y todos sus femeninos -ya que está tan democráticamente de moda decir: “compañeras y compañeros”, ups…
Hace unos días tuve que tramitar un papel en una oficina de gobierno. Se trata de un papel absurdo, “ridículo”, como me dijo el notario, pero obligado para la gestión de cierto papeleo. “Por el tema de la Ley de Transparencia, ya sabes…”. ¿La “Ley de Transparencia”?, me pregunté. “Pero ¿qué país es éste, Agripina?...”, repetí a Rulfo. ¿Una “Ley de Transparencia” en el reino de la turbiedad política?
No sé si tenga algún sentido hacer una relación de la serie de peripecias, trámites previos para hacer este trámite, ventanillas recorridas, fotocopias pagadas a precio de oro en las instalaciones de la misma institución, idas y regresos y vueltas a ir, esperas, rostros de absoluta indiferencia, caras de “cómo molestas, ¿eh?”, “pase a aquella ventanilla”, “no, no, vaya a aquel módulo…”.
Después de varios días obtuve por fin ese papel. “Tiene sólo una vigencia de 15 días”, se me dijo con desgano ¿o con desprecio? Quise enmarcarlo, pero necesitaba hacer algunas fotocopias del documento. Salí de ahí como si escapara de Disney World. Ya haría esas copias en otro lado.
¿Estas aventuras se disfrutan solamente en las instituciones de gobierno? No, no, qué va. De ninguna manera. Uno puede divertirse muchísimo también en los bancos, en los hospitales del IMSS o del ISSSTE, en los restaurantes, en la Central de Autobuses, en los automercados y hasta en los camiones de transporte público y en los taxis, donde el conductor tiene la absoluta autoridad de maldecir la memoria de nuestra madre y acelerar, dejándonos en medio de la calle, si se le antoja y sin motivo aparente. Pero esto es otro tema.
“El hombre nace bueno, pero la sociedad lo corrompe”, dice Rousseau. ¿Podemos creer a este filósofo que abandonó a sus hijos a su suerte? ¿”El hombre nace bueno”? ¿Es una broma?