Potranca fina y mula vieja

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Potranca fina y mula vieja

Este señor de nombre don Adolfo no había salido nunca de Santiago Ixcuintla, Nayarit, su villa natal. Lo invitaron un día a viajar a la Ciudad de México: se trataba de expresar el apoyo de los santiaguenses a cierto político que aspiraba a ser gobernador.

Cumplida la comisión, los viajeros fueron a un café a merendar. El café era de postín: su interior se mantenía en penumbra, alumbrada cada mesa por un pequeño velador.

Todos pidieron un café. Don Adolfo, que sufría molestias del estómago, pidió un té de manzanilla. Sirvió las tazas el mesero, y los santiaguenses trabaron conversación mientras bebían de ellas.

Don Adolfo ni siquiera tocó su taza. No le dio un solo trago al té.

-¿Qué le pasó, don Popo? -le preguntaron con extrañeza los demás-. ¿Por qué no se tomó su tecito?

-Me dio mucho asco -respondió don Adolfo-. ¿No se fijaron que al mesero se le cayó el escapulario en mi taza?

Y es que don Adolfo no conocía las bolsitas que se ponen en las tazas con agua caliente para hacer el té.

Llegó un compositor a Santiago. Traía con él un ayudante que lo seguía a todas partes cargando una hielera con cervezas heladas.

-Pero, maestro -le preguntaban sus anfitriones-. ¿Para qué trae a ese muchacho con su carga de cervezas? Tenga usted la seguridad de que adonde vaya le invitarán todas las que quiera.

Y respondía el artista con preocupación que casi llegaba a miedo, con miedo que casi llegaba a terror:

-¿Y si no me invitan?

Aquel compositor era Claudio Estrada.

Tenía 40 años ya, y no se había casado. Se llamaba Dorotea; era de condición económica modesta, poco agraciada, y además daba a la gente qué decir, pues en su lucha por encontrar marido no dudaba en incurrir en ligerezas. Algún libelista anónimo le hizo este dístico que corrió con fortuna entre los habitantes de Santiago:

Todo tienes, Dorotea: eres pobre, puta y fea.

Un día llegó al pueblo un cura joven. Y sucedió lo imposible: se enamoró de Dorotea con arrebatado amor. Tan grande pasión sintió por ella que se escapó del pueblo llevándosela consigo. Al poco tiempo se supo que había colgado la sotana -¿para qué, si con levantársela habría tenido?- a fin de poder amar a Dorotea. Bendito sea Dios, que a nadie desampara.

El padre Siordia, párroco de Santiago desde hacía muchos años, comentaba el sonado asunto meneando la cabeza:

-¡Pendejo! -decía refiriéndose al huido-. Si alguna vez me voy del sacerdocio me iré en potranca fina, no en mula vieja.

Óscar Bernal hizo dinero, y consiguió por fin su sueño de poner una gasera, la primera que en Santiago hubo. Llevó a su señora madre a que viera las excelentes instalaciones de la empresa.

-¿Qué le parece, ‘amá?

-Precioso todo, m’hijo -respondió la señora-. Lo único que no me gusta es el nombre que le pusiste a tu negocio.

-¿Por qué, ‘amá? -se inquietó el flamante empresario.

-Caray, m’hijito -vaciló la anciana-. Eso de “Bernal Gas”...

Con esto acabo mi relación de anécdotas de Santiago Ixcuintla, Nayarit. Las debo al ingenio de José Antonio Vallarta, amigo bueno y extraordinario narrador.