Por un mal chiste

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Por un mal chiste

Por: Miguel Ángel García Torres

―¿Espermatolitos? ―dijo el turista a sus compañeros de viaje y todos rieron. Yo sonreí a desgana porque era la broma común. En cada tour, las personas hacían el mismo juego de palabras; confundían al semen con el primer organismo en hacer fotosíntesis sobre la tierra: el estromatolito. La carcajada era simultánea y revelé mi fastidio con un gesto de repulsión. Deseé que nadie del grupo me hubiera elegido como guía y también que nadie me hubiera descubierto. Hipócrita, me reí de aquel chiste. Si no lo hacía, ponía en riesgo la propina. Además, el supervisor nos veía desde la caseta y era poco tolerante.

En la reserva natural estábamos a mitad del invierno. No había días soleados y calurosos, típicos del desierto y la temporada alta del parque. No venían personas y sufríamos largas tardes de tedio en el trabajo. Aun así, hoy fue muy distinto porque el valle amaneció con una atmósfera lúgubre y, sobre todo, porque tuvimos visitas. Por lo regular, las aguas termales exhalan una bruma que no supera la altura de las rodillas en esta época del año. Pero, desde el alba, el valle estuvo cubierto por una capa densa de rocío, que pasaba por encima de nuestras cabezas. La luz del sol no podía penetrarla y el aspecto de la zona era bastante sombrío.

Tres alemanes llegaron después que abrimos las puertas y pidieron recorrido a pie con grandes mochilas en su espalda. Hablaban muy bien nuestro idioma y nadie sospechó de ellos por ser turistas de primer mundo.

El guardaparques me eligió para dirigir al grupo en su paseo por el campo hasta la poza azul, aunque desde un inicio se opusieron a mi compañía. Desde la habitación donde nos reunimos para almorzar, oí sus reclamos y pensé en fastidiarles el viaje. Me coloqué el gafete en el pecho y me puse la gorra. Aparecí a sus espaldas y logré que se estremecieran del susto.

Cruzamos el primer puente para internarnos en el valle y ellos pronto me dejaron atrás. En realidad, me ignoraron desde que mostré mi aversión a su estúpida broma y me callaron cuando les explicaba que este territorio perteneció a la tribu de los tobosos.

―Oye, chico ―habló el más alto―, no gastes saliva por unos miserables pesos.

Los tres amigos iban por delante, como si supieran el camino de memoria. Jamás dudaron en doblar a izquierda o derecha; tampoco tropezaron con piedras o matorrales.

Miré atrás y sorprendí a uno de los turistas inclinado en la orilla del sendero.

―No está permitido llevarse especies de la región ―dije con voz tímida.

―No hemos visto nada más interesante que este pastizal horroroso ―contestó el más joven―. Sólo miramos de cerca, tranquilo. La neblina es muy espesa.

Fui una estatua ambulante hasta que oímos gritos de ayuda. Silbamos muy fuerte para orientar a la persona. Un anciano surgió del horizonte con sleeping al hombro. De inmediato le pregunté por su salud. Era un viejo campista; tenía labios resecos y tez pálida.

―Parece que me perdí por una eternidad… Estoy… tan feliz… feliz de verlos ―dijo mientras bebía agua como poseído por la sed―. Cuando vi que caminaba sin rumbo y empecé a oír voces en la neblina… Creí que acabaría loco. ¿Podríamos volver?

―De ninguna manera ―respondió el tipo de bigote―. Pagamos por un servicio y hasta ahora está incompleto.

―No, no puedo regresar allá ―dijo el anciano―. Me duelen las piernas, no he comido bien. Por favor, señores ―miró a los tres alemanes―, sean prudentes. Mírenme.

Los turistas se negaron y, a mitad del trayecto, éramos cuatro personas. Dado que no veíamos más allá de nuestros pies, decidimos descansar; pero, cual sirena de la bruma, una bella mujer nos sorprendió detrás. Iba desnuda de pies a cabeza, así que no hubo necesidad de oír su canto; ella temblaba de frío, acurrucándose con el excursionista más joven.

― ¿No está cerrada la poza azul como balneario? ―preguntó el alemán de bigote.

―Así es; pero no podemos controlar que alguien se meta a escondidas ―dije.

―Imbécil, no hay que pensar en eso ―dijo el turista con la chica entre sus brazos―. ¿Alguien tiene una toalla de sobra? ―frotó sus manos en ella para darle calor.

―Si la llevamos ―propuse―, nos encontraremos con más gente para darle ropa. 

―De ninguna manera. Me ofrezco para llevarla de regreso ―insistió el más joven.

Sus compañeros de viaje se mostraron inconformes y los tres visitantes se reunieron para debatir el tema en su idioma. Pronto se resolvió la discusión a favor del voluntario, quien dejó la mochila, abrazó a la mujer y tomó el camino de vuelta.

Más adelante, vi que iba solo. Regresé sobre mis pasos y encontré a ambos en cuclillas.

―Señores, serán sancionados ―les advertí―. Las especies endémicas no son souvenirs.

―Sólo quise frotar el pétalo de esta flor tan extraña ―dijo el alemán más alto―. Es el mayor atractivo del paseo. Por lo que he visto hasta ahora, la excursión ha sido una estafa.

―No podemos controlar el clima, señor; pero apreciar algo sí lo puede hacer. Adelante.

El hombre volvió su interés al suelo y bajó para palpar la planta. Lucía confundido. Puso sus manos en tierra, las movió de un lado a otro y no encontró la flor de nuevo.

Tiempo después, en un recodo del camino, oímos risas infantiles y ladridos. Niños corrían cerca de nosotros; veíamos sus siluetas tras la capa de vapor que nos envolvía. Luego, jugaron en medio de todos, mientras perseguían a su mascota. Parecían tan entretenidos en su juego que nunca se dieron cuenta que estábamos ahí. Sin embargo, así como aparecieron de la nada, se esfumaron con la bruma.

― ¿No dijiste que nadie entra sin supervisión? ―dijo el más alto y no respondí. Avanzamos uno o dos metros; pero el turista de bigote se quedó atrás, inmóvil.

―Uno de los niños pasó a través… de mí ―dijo entre labios―. Su pelota vino hacia donde estoy y traté de esquivarlo porque pensé que íbamos a chocar. Pero el niño se metió en mis entrañas y salió por detrás. Parecía hecho de humo. Explotó en pedazos minúsculos que volvieron a unirse… como si estuvieran imantados… por el corazón.

―El ritual toboso es muy fuerte y ha protegido a la región de saqueadores durante décadas ―les advertí―. El valle está encantado por espíritus que son nuestra única defensa contra spring breakers o traficantes de especies. Sin embargo, el maleficio es caprichoso. A veces el conjuro hace de las suyas, por ejemplo, conmigo, que exageraba las maravillas del lugar a los visitantes. También comete injusticias, ya que rapta a niños por culpa de una tonta mascota que defecó en el sendero.

El viejo campista dejó su sleeping en tierra frente a mí y lo abrió para mostrar los petroglifos arrancados de las cavernas aledañas. Entonces se retiró lentamente con la cabeza abajo. Yo tomé entre mis brazos el pesado bulto.

―No es una sorpresa, de verdad ―abrí otra sección de la bolsa y encontré tortugas, biznagas y peces en frascos―. Pude sentir su enlace conmigo desde que cruzamos el puente.

En un instante, el par de alemanes se lanzó contra mí. Cuando trataron de capturarme, no sentí su abrazo, como ha sido desde que mentí. Ambos cayeron en el suelo tras un fuerte choque de cabezas. En cambio, el viejo campista se acercó despacio. No lo podía creer. Extendió su mano e intentó tocar mi pecho; hundió sus dedos en mi esternón y agitó dentro para despejar el vapor.

―No se preocupen por su amigo, ya es uno con el valle ―recalqué―. Además, apenas se disipe la bruma, ustedes también se irán con ella.

― ¡No, por favor! ―gritaron todos y pusieron el resto de mochilas con plantas y animales en el suelo―. Tendrás la mejor propina que hayas visto.

Pronto los pesados morrales quedaron vacíos a los pies de los contrabandistas y su culpa les ensombreció el rostro.

―Oigan, no es tan malo ―dije―. El guardaparques es paciente con los nuevos y quizás el próximo año ustedes también podrán extraviar al turista que les haga un mal chiste.

 

Miguel Ángel García Torres. (Monclova, 1986). Licenciado en letras españolas por la UAdeC, se ha dedicado tanto al periodismo deportivo como a la docencia, complementando estas labores con su actividad literaria. Es autor de Saltillo al ras de lona. Crónica detrás de las máscaras (2016) y obtuvo el Premio nacional de fomento a la lectura y escritura 2016 por su taller literario. En 2020 obtuvo el VIII Premio estatal de cuento Naturaleza y sociedad con este relato en la categoría Libre y publicó “Carta para los futuros visitantes” en el libro Parpadeo cósmico, con testimonios y fotografías sobre Cuatro Ciénegas.