Polifonía de las catedrales

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Polifonía de las catedrales

La Europa del siglo XI estaba salpicada de basílicas románicas: verdaderas fortalezas que protegían a los hombres de los terribles signos de la profecía: “Y cuando se hubieren cumplido mil años, será Satanás soltado de su prisión...”  

Estas moles de piedra o de ladrillo se erigían robustas y solemnes, racionando la luz en estrechas ventanas. En las frías bóvedas resonaba el canto llano de los monjes: canto al unísono que encadenaba discretas melodías con sinuosos melismas; canto íntimo, amoldado a los espacios interiores de las abadías. Afuera, los campos estaban anegados y la muerte se paseaba por bosques y aldeas disfrazada de hambre o de peste. 

La voz de los monjes consonaba con el orden trinitario del mundo: laboratores, bellatores y oratores. Los primeros alimentaban el cuerpo, los segundos lo protegían y los terceros alimentaban y protegían el espíritu. El pan del alma valía tanto como el de la carne: los signos eran claros y el fin podía estar cerca. Más valía asegurarse el paraíso. 

Pero el 1033 —año del milenio de la muerte de Jesús, año de la liberación de Satanás— se cumplió y pronto se hizo viejo. Los campos y los cielos perdieron poco a poco el temor apocalíptico y dieron paso a la abundancia y a la luz. La gente que se había desperdigado huyendo de las penurias repobló las ciudades, las murallas antiguas fueron rebasadas y hubo que construirle confines más amplios a las nuevas urbes. 

El siglo XII se abrió a la luz. En Bolonia pululaban los estudiantes de jurisprudencia y en Salerno los de medicina. París era el centro del pensamiento teológico; allí, el obispo Maurice de Sully inició la construcción de una catedral. El oscuro pasado sirvió de fundamento a la naciente luminosidad, por eso la nueva Notre Dame se erigió a partir de la antigua basílica románica. El sol pudo habitar sus enormes ámbitos, vestido de coloridos atavíos que los portentosos vitrales le confeccionaban. Las complejas articulaciones de arcos, columnas y arbotantes le dieron apariencia de un organismo vivo, organismo ciclópeo que observaba el mundo a través de un ojo multicolor, magnífico rosetón. Nada había ya que temer del exterior, por eso, junto con la luz, lo laico y lo religioso, lo cortés y lo divino, penetraron en su inmensidad. 

Así como la catedral de Notre Dame se elevó sobre rígidos fundamentos, el canto también construyó su verticalidad sobre vetustos esquemas. A partir de la antigua monodía —basílica de los sonidos— comenzó la construcción de la catedral polifónica. Sobre los cimientos gregorianos se proyectaron arriesgados arcos melódicos que entretejieron una armonía coloreada por los vitrales del detalle y el ornamento, todo ello soportado por los contrafuertes del ritmo: la música también adquirió vida y movimiento. ¿Quiénes fueron los primeros artífices de las catedrales sonoras?: Magister Leoninus y Perotinus Magnus. 

Fides quaerens intellectum, afirmaba Anselmo de Canterbury. “La fe busca la inteligencia”: el fundamento nutrido por la razón, la tradición embellecida por la técnica, los antiguos maestros como cimiento del nuevo pensamiento, la nueva luz iluminando los pretéritos espacios... 

Así comenzó la polifonía de las catedrales y la arquitectura de la música.