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Periodismo y poder

La relación entre el periodismo y el poder -el depositado en las instituciones públicas y el emanado de los círculos privados- será siempre conflictiva y existen buenas razones para ello. La fundamental es la vocación del periodismo por incomodar a quienes detentan el poder.

En efecto, una de las lecciones elementales del oficio es la respuesta a la recurrente exigencia de no pocos políticos de dedicarle espacio en los medios “a las cosas bien hechas”: el trabajo del periodista no es ése, sino la identificación de los elementos fuera de lugar, de las falencias en el trabajo de quienes desarrollan su actividad cotidiana desde el poder.

Y la afirmación es particularmente cierta cuando se trata de quienes habitan los circuitos del poder público.

La tarea del periodista no consiste, por supuesto, en declararse “enemigo” del poder o del gobierno, ni en asumir una posición de gratuita beligerancia según la cual es casi un pecado capital reconocer aciertos o coincidir con alguna posición expuesta desde una oficina pública.

Sí hay en el ejercicio del oficio -y eso debe reconocerse-, una dosis de intransigencia. Pero se trata de una intransigencia necesaria porque es con ése elemento con el cual el periodismo se convierte en una actividad útil para construir sociedades democráticas.

¿Cuál es la justificación de tal intransigencia? El hecho de estar dirigida a combatir los componentes indeseables de la naturaleza humana: corrupción, ejercicio arbitrario del poder, discriminación, violencia en todas sus manifestaciones, impunidad…

Con tales manifestaciones el periodista es intransigente y está bien asumir tal posición porque es la conducta esperable no solamente de quien se dedica a este oficio, sino de todo individuo preocupado -y ocupado- de contribuir a la construcción de una sociedad realmente igualitaria.

Tiene además, la intransigencia del periodismo, otra virtud: es honesta y no se esconde atrás de ninguna retórica. Se practica abiertamente y es en la consistencia de tal posición en la cual se distingue la práctica útil de éste, el oficio más bello del mundo.

A nadie en el poder debe sorprender pues la incomodidad causada desde la trinchera de quienes laboran en los medios de comunicación, porque es justamente este el único producto esperable de su trabajo. No pueden augurarse, desde luego, reacciones festivas ni manifestaciones de agrado frente a la actividad periodística y, al final, el periodista tampoco trabaja para eso, sino apenas para consignar la realidad a cuya recreación acude como testigo privilegiado.

Tampoco nadie tiene la obligación -desde el poder o desde cualquier lugar- de permanecer indiferente cuando el ejercicio periodístico traspasa las fronteras a las cuales se encuentra constreñido. El de la libertad de expresión, como todos los derechos, tiene límites -si bien difusos en algunos casos- cuya línea no puede ser traspasada sin correr el riesgo de incurrir en conductas susceptibles de ser castigadas.

Pero en las sociedades democráticas, las disputas surgidas del ejercicio de los derechos tienen un espacio delimitado en el cual es válido dirimirlas. Salirse de tal espacio implica abandonar la arena democrática e ingresar en el territorio del autoritarismo… o de prácticas aún peores.

En este sentido, las instituciones públicas son las primeras obligadas a construir y garantizar las condiciones para dirimir las diferencias en términos democráticos. No pueden -no deben- quienes tienen a su cargo las instituciones públicas, ceder a la tentación de utilizar el poder en ellos depositado para imponer su criterio.

Y en el cumplimiento de tal responsabilidad no es permisible, bajo ninguna circunstancia, incurrir en conductas cuya coincidencia en el tiempo y el espacio hagan germinar la semilla de la sospecha o, peor aún, conduzcan a considerar probada la existencia de una vocación autoritaria.

VANGUARDIA ha denunciado en los últimos días diversos hechos con base en los cuales puede construirse una hipótesis: la incomodidad causada por el trabajo de sus reporteros ha conducido, a quienes habitan algunos círculos del poder, a reaccionar de forma indeseable.

Ayer, en cumplimiento de una presunta orden judicial -cuya naturaleza podría ser absolutamente legítima-, la Secretaría de Gobierno decidió ordenar el despliegue de docenas de integrantes de la Policía estatal de élite para llevar a cabo un desalojo para el cual, el condiciones ordinarias, se requiere a las fuerzas del orden para actuar sólo si existe resistencia de los particulares.

La decisión adoptada en la oficina de Víctor Zamora Rodríguez tiene un serio problema: coincide en el tiempo y en el espacio con la formulación de denuncias públicas por parte de esta casa editora y resulta virtualmente imposible desvincular una cosa de la otra.

La coincidencia es improbable. Los hechos convocan a la condena en la actuación de una oficina llamada a servir y no a agredir.

carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3