Usted está aquí

Primer debate

 Este domingo tendrá lugar uno de los pocos eventos capaces de agregarle algo de interés a la actual contienda electoral: el primero de los tres debates organizados por el Instituto Nacional Electoral entre los —hasta ahora— cinco aspirantes a la Presidencia de la República.

Las campañas de quienes buscan suceder en el encargo a Enrique Peña Nieto han transitado por el territorio cómodo del monólogo. Enfrentados siempre a un público predispuesto al aplauso o, cuando mucho, a un auditorio cuyos integrantes, pudiendo ser escépticos ante el mensaje, no les increparán ni replicarán, a los aspirantes nadie les ha exigido rigor hasta aquí.

En este sentido, la contienda no necesariamente ha estado signada por las ideas, sino más bien por las ocurrencias. A un candidato se le plantea el dilema “A” o “B” y éste responde con cualquier cosa: desde una idea estructurada, producto de su experiencia, hasta un absurdo monumental.

La explicación para ello es simple: cuando uno sólo debe ocuparse de ofrecer una respuesta, sin importar la calidad, el rigor o la coherencia lógica de ésta, pues se encuentra en la libertad de contestar con la primera ocurrencia a la cual sea capaz de echarle el guante.

En general eso pasa en México, no solamente con los candidatos a un cargo de elección popular sino también con casi cualquier funcionario público, pues la improvisación constituye la característica más evidente de quienes pueblan ese heterogéneo conglomerado denominado “clase política”.

En un debate —al menos en teoría— la historia es diferente: uno debe cuidarse de no decir barbaridades, pues quienes fungen de oponentes aprovecharán cualquier desliz para hacerle quedar mal, para hacerle tropezar con la lengua, para ridiculizarle.

Justamente por ello nuestros políticos son refractarios al debate. Por eso lo eluden y, si se ven obligados a aceptarlo (en este caso, porque la ley obliga a ello) intentan convertirlo en un diálogo de sordos al cual todo mundo acude con la misma estrategia con la cual asiste a un mitin: recitar su monólogo, no responder los embates del contrario, no argumentar.

Esa es la razón por la cual los representantes de los candidatos partidistas se opusieron, el pasado 4 de abril, al formato aprobado por el INE para el debate de este domingo, pues éste abre la posibilidad de evitar el concurso de monólogos en el cual se han refugiado hasta ahora los candidatos.

Porque el debate, cuando se recrea en serio, no solamente pone a prueba la capacidad de los políticos de desenvolverse adecuadamente en público. Sobre todo, pone a prueba su capacidad para articular un discurso coherente y para sostener con evidencia verificable sus dichos.

Por ello, los debates deberían ser el elemento fundamental para normar nuestro criterio de cara a cualquier jornada electoral, pues son estos ejercicios los únicos capaces de aportarle una dosis mínima de seriedad a campañas en las cuales los candidatos se “venden” con la misma mercadotecnia con la cual se nos invita a adquirir un tónico para la caída del cabello, una marca de galletas o un determinado tipo de automóvil.

Los debates nos muestran si en realidad, como dicen los españoles, los candidatos tiene la cabeza “bien amueblada”, o son solamente un costal de ocurrencias dotados de buenas intuiciones para conectar emocionalmente con los electores.

Por supuesto, lo anterior sólo ocurre si se cumplen dos reglas indispensables para convertir a los debates en ejercicios útiles:

La primera de ellas es contar con al menos un candidato dispuesto a debatir, es decir, con al menos una persona capaz de forzar a los demás a confrontar ideas y a no permitirles el refugio fácil de recitar su monólogo.

La segunda es la disposición con la cual los electores presenciaremos el debate: lo haremos con la intención de encontrar, en las exposiciones de los candidatos, elementos para valorar sus respectivas propuestas de forma objetiva, o lo haremos desde la perspectiva del fanático para quien, sin importar los argumentos, su candidato o candidata es el mejor.

En este último sentido, existe un segmento poblacional para quienes el debate resultará más útil: el integrado por quienes no han definido aún su voto y quienes, habiendo tomado ya una decisión, podrían cambiar de opinión a partir de lo visto y escuchado el día de mañana.

Es deseable, por supuesto, ubicarnos todos en este último grupo. Sin embargo, es preciso ser realistas: cada aspirante presidencial posee eso a lo cual los especialistas llaman “voto duro”, es decir, un conjunto de individuos para quienes los argumentos son irrelevantes pues han decidido seguir a su candidato o candidata con el dogmatismo con el cual se abraza una confesión religiosa.

Ya nos dirán las encuestas post debate si el grupo de indecisos y “switchers” es lo suficientemente grande como para agregarle más sabor a la contienda y si, en todo caso, el debate fue un ejercicio útil en este sentido.

¡Feliz fin de semana!

@sibaja3
carredondo@vanguardia.com.mx