Pasión y peligro. La historia de un vaquero saltillense
Por: Jesús Peña
Fotos y video: Marco Medina
y Luis Castrejón
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
El día que Pablo Emiliano Robles Valdés se zafó el codo del brazo derecho cuando se aventó de su caballo para derribar a un becerro, lloró, pero no de dolor, sino de coraje, pensando que aquel mal golpe le sacaría de las competencias por un buen rato y no se equivocó.
Las cosas no salieron bien, Pablo apareció demasiado agresivo, perdió un poco la concentración y se apresuró.
Pa cuando acordó… chocaron el becerro, su hermano Vale, montado en su cauco, y Pablo, cuando Pablo iba bajando de su caballo.
Entonces Pablo metió el brazo para no golpearse la cara.
Era mucha la velocidad que llevaba, su cuerpo giró al revés y sólo sintió un dolor en el codo, el peor dolor que ha sentido desde que se hizo vaquero.
“Ese dolor sí estuvo muy cabrón”, dice Pablo sentado a una mesa del bar de la Arena 411, propiedad de su familia y que a esta hora luce solitario y pletórico de fotografías y póster de rodeo:
Arenas, jinetes, toros, caballos, gente y más arenas, jinetes, toros, caballos, gente. Una fiesta.
Todo pasó en un momento, así es en el deporte del rodeo: las cosas pasan en milésimas de segundo.
Pablo no se podía levantar, tenía volteada la bolita del codo.
La afición lo vio tendido en la arena de Matachí, un pueblito en las montañas de Chihuahua, donde no hay hospitales.
Entonces llegó una ambulancia y Pablo fue sacado en una camilla.
La barrilera saltillense Nasyerih Yeverino, amiga de Pablo, estuvo ahí en el momento del accidente.
“Nos acercamos todos para ver quién se iba a ir con él en la ambulancia y me dice ‘no, tu corre barriles, yo estoy bien’”.
Era la primera vez que a Pablo lo sacaban de una arena de rodeo en una camilla.
“Me caigo y siempre me han dicho ‘te caes y das vueltas, maromas y siempre te levantas’ y yo les digo ‘si un día les digo que vengan, no es porque estoy jugando’”.
Dice Pablo una mañana como fresquita de finales de invierno en la granja de sus padres, sombrero oscuro, estilo lazador, marca Resistol, camisa escarlata, marca Resistol, pantalón vaquero, cinto vaquero, hebilla vaquera, botas vaqueras, todo vaquero.
La ambulancia fue de pueblo en pueblo buscando quién le sacara una radiografía.
Pablo iba llorando, pero no de dolor, sino de coraje: le había costado mucho colocarse en las primeras posiciones de la tabla, buscando su pase a la final de la Professional Rodeo Cowboys Association (PRCA), del Circuito México, para así lograr ir a Kissimmee, Florida, a uno de los eventos más importantes de Estados Unidos.
No se pudo.
Llegando a Cuauhtémoc le tomaron la placa, lo metieron al quirófano y lo durmieron para acomodarle el brazo.
Cuando despertó, el doctor le anunció que tendría que estar un mes con el cabrestillo, entonces y sólo entonces podría empezar a mover el brazo.
“Tenía demasiado coraje, yo le decía a mi hermano, ‘quiero competir en Saltillo, no sé qué tenga qué hacer, pero quiero competir’”.
Pablo, 21 años, 1.70 metros de estatura, 66 kilogramos de peso, estudiante de Veterinaria, no es el prototipo del vaquero grande y corpulento que aparece en los videos de los rodeos estadounidenses, cabalgando a toda velocidad y derribando becerros.
Pero es inquieto, al menos eso dicen los que lo conocen.
Lazo sencillo o lazo de becerro
Pablo sale montado en un penco oscuro, persiguiendo a un becerro.
Lo laza por el pescuezo, salta del caballo, corre tras el becerro, lo alcanza, lo levanta, lo tumba y lo amarra de las dos patas traseras y una mano.
Aún convaleciente de su brazo, compitió en un evento recreativo en lazo de chiva, una suerte en la que el vaquero no ocupa caballo, va a pie.
Y entonces Pablo comenzó a entrenar con la mano izquierda, a mover la soga.
Quería estar dentro de la arena, en los cajones, ayudando a sus amigos.
“Se siete muy feo quedarte en las gradas a ver un evento en el que tú sabes que pudiste haber estado. Es lo que más puede lastimar a un vaquero: quedarse viendo en las gradas un rodeo”, dice.
Pablo estaría fuera de las arenas de rodeo durante tres meses.
Tarde encapotada y fría.
Mientras riega los nogales y los chabacanos de su huerto, Jesús Valeriano Robles platica de cuando a Pablo, su hijo, le gustaba tumbar, montar y lazar borregas, agarrar el azadón y andar en la acequia sembrando hortalizas.
No sabía, dice don Valeriano, pero a él le apasionaba eso.
Entonces Pablo tendría unos cuatro o cinco años y era bajito, espigado, la chispa en la mirada.
Como su padre vio que no había peligro con las borregas, le dejaba entrar en el corral.
“Inquietísimo, inquietísimo. Era un niño sumamente inquieto”.
Años después el mismo don Valeriano habría de apretarle le rienda, cuenta.
Ahora Valeriano está mirando en su celular unas fotos de Pablo montando un toro, en Fort Worth, Texas, momentos antes de que el animal lo tumbara y lo pisara en el hombro izquierdo.
A Valeriano no lo dejaban brincar a la arena, recuerda, y Pablo tirado, “como un pollío, ahí, como un trapo”.
Su madre gritando.
Todos asustadísimos.
Acabaron en un hospital de Fort Worth.
Era 2011, cuando Pablo tenía apenas 12 años.
Los había invitado la Federación Mexicana de Rodeo.
Que iba a haber un mundial infantil y juvenil en Fort Worth, y que si los padres de Pablo estaban de acuerdo en que el crío asistiera, y estuvieron de acuerdo.
Cuando don Valeriano vio a Pablo tirado en la arena, como un pollito, como un tapo, se arrepintió.
Montar toros en una arena de rodeo no era lo mismo que montar borregas en los corrales de la granja.
“Le digo, ‘pos cuáles son tus sueños’, y dice ‘pos papá yo quiero tener un rancho, quiero tener mis vacas, mis yeguas’, ‘ah perfecto, qué bonito, mijo. Nomás piensa una cosa: que si te pisa un toro en la cabeza, o vas a quedar tonto o igual mueres. Entonces creo que no debes seguir con esto’”.
Le dijo don Valeriano y le puso de ejemplo a muchachos, ídolos de él, amigos, que habían tenido accidentes montando toros en el rodeo.
Tres o cuatro montas más y Pablo entendió, pero no se retiró de las arenas.
“Como ranchero que soy, observaba que Pablo tenía mucha facilidad pal toro”, dice ahora don Valeriano con cierto dejo de frustración.
Tendrá buenas notas en la escuela, ¿eh?
“No. Es regular. Es que es muy inquieto. Pero es un pelao que no se le tupe nada, es más operativo y tiene una forma distinta de ver las cosas. Te mentiría si te dijera que es bueno en la escuela, pero tampoco es malo. Es regular y es muy rollero”.
En el bar de la Arana 411, Pablo Robles presume sus hebillas.
La que lleva puesta en el cinturón ahora mismo, dice, es la de cuando se coronó Campeón Nacional en Derribe de Novillo 2016, en Hermosillo Sonora.
Ésta sólo la habían ganado dos personas antes que él en Coahuila, y una de ellas fue su padre en 2001.
Sobre la mesa del bar hay otras dos hebillas, una con la inscripción “Campeonato Nacional de Rodeo 2117 Campeón Achatada de Novillos”.
Y otra, en la que se lee “Campeón Nacional de Rodeo 2017 Vaquero Completo”.
Pablo es el único vaquero en todo el estado que tiene una hebilla como ésta, nadie más.
Ambas fueron en Chihuahua.
La casa es tipo hacienda norteña, al estilo suroeste de Estados Unidos: comedor rústico, cocina rústica, sala rústica, todo rústico.
Don Valeriano está barajando unas fotos de su hijo Pablo cuando tenía ocho años.
Él les había comprado un caballo manso a su hermano Vale y a él para que se enseñaran a montar y se enseñaron.
Al rato Pablo y Vale estaban compitiendo en los juveniles de rodeo, en aquel tiempo no había infantiles, siendo ellos unos críos.
“En el lienzo de Macario hubo competencias juveniles, los metí y ganaron. Nosotros andábamos vueltos locos”, dice don Valeriano.
Inquieto desde niño
A los cuatro o cinco años, a Pablo le gustaba tumbar, montar y lazar borregas. A los ocho años, ya estaba compitiendo en rodeos juveniles.
Ese día Pablo montó un torete.
En las fotos se ve a un nene de sombrero, camisa vaquera, pantalón de mezclilla y botas, montado en los lomos de un caballo colorado; a un nene, pero ahora de playera y sin sombrero, tumbando una borrega en el corral de la granja; a un nene parado sobre los lomos del caballo colorado; al mismo nene ensillado su caballo, acompañado de su perra Lola; y al nene saliendo a todo reparo en un novillo a la hora del rodeo en una arena multitudinaria.
Es Pablo.
Pedro Antuna, otro grande del rodeo, lo conoció de cinco o seis años, siempre entre las patas de los caballos y los becerros.
“Había una lazada grande y andaba entre las patas de los novillos. ‘Muchacho cabrón’, lo sacábamos de las orejas y se volvía a meter. Siempre fue muy inquieto y siempre supimos que iba a ser un vaquero en grande”.
Mario Galindo, jinete de talla internacional, lo recuerda así:
“Estábamos nosotros preparándonos para montar y siempre andaba ahí fijándose, viéndonos, ayudando a arriar los becerros, los novillos. Aunque le dijeran ‘nooooo, quítate, Pablo, te van a dar un golpe’, él era siempre muy decidido”.
Inquieto era Pablo, inquietísimo, vuelve a decir don Valeriano Robles, el padre.
Y cuenta de cuando Pablo trepó a la antena de radiocomunicación que hay en el techo de la casa y que mide unos 30 metros de alto.
Pablo tendrá unos cinco años.
Cuando Velriano se enteró, el muchacho iba por la mitad de la antena.
“Él me vio y le empezó a dar más pa arriba, riéndose y dije ‘nombre, mijito, mira, espérate, mijito, y nombre, fíjate’; no me acuerdo qué le dije, me lo mareé, me lo mareé. Alguna mentira. Le dije que le iba a regalar una nieve, me subí, me subí, me subí y ya cuando lo pepené me lo traje despacito pa bajo, pa bajo. No lo controlaba, es que es muy inquieto. Le valía madre y dije ‘necesito tenerlo ocupado en algo’”.
Pa cuando acordaron, Pablo y su hermano Vale ya estaban midiéndose con los grandes, con los mejores vaqueros de México dentro de los circuitos avalados por la PRCA, la asociación estadounidense de rodeo más grande del mundo.
En el Facebook hay varios videos donde aparece Pablo ya de grande en competencia.
Play:
Pablo y otro vaquero salen a todo galope tras un novillo prieto.
Pablo lo laza con una soga por la cabeza; el vaquero por las patas traseras, las sogas tensas.
A eso se le llama lazo doble o por parejas.
Play:
Pablo sale a gran velocidad montado en un penco oscuro, persiguiendo a un becerro amarillo.
Pablo lo laza por el pescuezo, salta del caballo, corre tras el becerro, lo alcanza, lo levanta, lo tumba y lo amarra de las dos patas traseras y una mano.
Eso se llama lazo sencillo o lazo de becerro.
Play.
Pablo y otro vaquero salen disparados en sus potros a la zaga de un novillo negro.
Pablo se descuelga, agarra al animal por los cuernos, le tuerce la cabeza y lo tumba, las cuatro patas al viento.
Eso se llama derribe de novillo o achatada de novillo.
HEBILLAS DE CAMPEÓN:
Cada una de las suertes tiene que hacerse en tiempo récord, en el menor tiempo posible, en segundos.
Pablo dirá que el lazo de becerro, el lazo por parejas y el derribe o achatada de novillo son sus suertes de rodeo preferidas.
Todas difíciles, todas peligrosas, unas más que otras.
“Desde que andas arriba del caballo, adentro de una arena ya hay peligro”, dice Armando Aguirre Figueroa, consejero de la Federación Mexicana de Rodeo.
Pablo dice que el derribe de novillo lo practican, por lo general, personas muy altas y muy fuertes.
Personas de 100 kilos de peso, que llegan a medir hasta 1.80 o 1.90 metros.
Pablo pesa 66 kilos y mide 1.70.
“Tengo cierta desventaja y por eso tengo que esforzarme más en algunas cosas, ser mucha más técnico. Me he esforzado y me ha ido bien. Nunca me imaginé que lo fuera a hacer. Yo era muy chaparrito, muy flaquito”.
“A mí me tocó presentarlo en los rodeos, y yo como todo el público veíamos el esfuerzo que realizaba para poder derribar a un animal o cargar un becerro para luego derribarlo y amarrarle tres patas”, dice Víctor Marta, vaquero veterano y locutor de rodeo.
¿Qué sientes cuándo estás en el cajón, que vas a salir a la arena?, le pregunto a Pablo.
“La piel chinita, pero al mismo tiempo estoy concentrado. Sabes que en ese momento tienes que dar todo o nada”.
Pablo está parado al centro de la Arena 411, recordando la noche en que se voló un dedo practicando la suerte de lazo por parejas con su hermano Vale.
Todo pasó, como suele pasar en el rodeo, en fracciones de segundo.
Al momento en que el vaquero detiene al becerro para lazarlo por las patas, tiene que dar vuelta con su soga en la cabeza de la montura. Cuando Pablo estaba realizando esta operación, por un descuido, su mano se enredó entre la soga y la cabeza de la silla y sintió que algo tronó: era su dedo.
Su padre que estaba ayudándolos a entrenar fue corriendo y cortó la soga.
“Le digo ‘ay, mijito’, estaba todo engarruñado, se engarruñó, lo agarré y lo bajé del caballo”, relata don Valeriano.
Pablo llevaba puesto uno de esos guantes que se usan para tener mejor sensación de la cuerda, pero que no protegen más que de algunas quemadas leves.
Pablo sintió unos calambres en la mano, no había ni gota de sangre, pero sabía que algo andaba mal.
Su padre le ordenó entonces que se sacara el guante, Pablo se lo quitó y miró su dedo colgando.
El vaquero tenía entonces 14 años.
Faltaba un mes para la competencia nacional.
Horas después un médico de Monterey intentó remendarle el dedo, pero la cirugía falló.
“Fui al doctor y me dijo, ‘te tengo una buena y una mala’; le digo ‘pos aviénteme la mala’ y dice ‘vas a perder el dedo’. Le digo ‘¿cuál es la buena?’, dice ‘que si te quito el dedo, te voy a suturar y tus heridas se van a cerrar bien. Tienes la competencia nacional en un mes, yo pienso que en dos semanas te quito los puntos y puedes competir’”.
A Pablo no le importaba su dedo, lo único que quería era seguir en las arenas porque había competido a lo largo del año para calificar al nacional en Chihuahua.
“Aunque es el accidente que más ha marcado mi vida, no tengo un dedo”.
La gente del mundo del rodeo se impresionó de ver a Pablo y a su hermano Vale, portando en el cinto una hebilla que decía algo así como “Segundo Lugar Nacional Lazo por Parejas 2011”.
Era la primera hebilla a nivel nacional que Pablo conseguía.
“Para mí aunque sea segundo lugar nacional y aunque sea en juvenil, es uno de los logros más importantes que haya tenido, por lo que me había pasado un mes antes. Yo creí que ni siquiera iba a poder competir”.
En alguno de nuestros encuentros, Pablo dirá que todo lo conseguido hasta ahora no hubiera sucedido sin Vale, su hermano mayor, de 23 años, vaquero de rodeo, estudiante de Agronomía.
“La mayoría de las veces competimos en disciplinas distintas, pero siempre estamos juntos”.
“Siento que el gran éxito de Pablo ha sido la comunicación que ha tenido con su hermano Valeriano. Han hecho una buena mancuerna, se han entendido tanto que han aprendido a comunicarse y ya nomás con el hecho de voltear a verse se están diciendo muchas cosas que la demás gente no capta”, dice Víctor Marta, locutor de rodeo.
Otro día en la Arena “Amigos de mi General”, Pablo está practicando con su padre el derribe de novillo, una de sus suertes favoritas.
Desde las gradas de la arena un grupo de hombres de sombrero, cerveza en mano, los observa.
Más tarde veo a Pablo en el Centro Ecuestre San Pedro, de Arteaga, entrenando lazo doble con sus amigos.
Por esos días Stefania Frazier, la novia, 18 años, rubia, esbelta, confesará que se pone de nervios cada vez que Pablo sale a la arena de rodeo para ejecutar la suerte de derribe o acharada de novillo.
“Ay, no. Me pongo súper nerviosa, no, no puedo controlar mis nervios”.
Paco Galindo, juez y comisario de la Federación Mexicana de Rodeo y tío de cariño de Pablo, dirá que el muchacho pinta para ser uno de los mejores vaqueros completos de la historia.
Eduardo Flores, discípulo de Pablo, dirá de él que es una persona alentadora, que le saca lo bueno a las cosas.
“Cuando lo vi participar en rodeos nacionales, me quedé muy… Yo no esperaba que Pablito iba a irse pa arriba tan rápido”, dirá también Armando Aguirre Figueroa, consejero de la Federación Mexicana de Rodeo.
¿Qué sueñas Pablo?, le pregunto.
“Batallo para dormir porque siempre estoy penando en el siguiente rodeo o en la siguiente práctica”.
Y cuando duermes, ¿qué sueñas?
“Ir a Estados Unidos, aunque no gane, pero quiero estar compitiendo allá”.