Pasado presente, Viajantes en el desierto

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Pasado presente, Viajantes en el desierto

Cabras trepan o yacen encima de los troncos nudosos del argán. Edificaciones de tierra y sus ángulos decoran puntas que se unen al paisaje ya amarillo, ya rojizo, ya gris en el trayecto por ese hilo de asfalto que a veces desaparece para dar lugar al territorio del polvo. 
Hemos pasado ya las montañas del Alto Atlas. El nombre dado a estas montañas es el más reciente y alude a la mitología griega, cuando Perseo en búsqueda de las manzanas de oro que custodiaba un dragón, tomó la cabeza de Medusa para convertir en piedra a el Atlas, un titán. Pero me gusta más el nombre medieval: Montes claros. Así lo referencía el poema Cantar de Mio Cid escrito allá por el año 1181 en el reino de Castilla: “por los Montes Claros aguijan a espolón; / assiniestro dexan a Griza que Álamos pobló, / allí son caños do a Elpha ençerró” (por los Montes Claros aguijan el espolón; / dejando a la izquierda Griza la que Alamos pobló, allí donde están las cuevas en las que a Elfa encerró”.
Elevaciones minerales, avances que suben o rodean, y luego la arena roja coloca sus pies en el paisaje, nos avisa que pronto estaremos cerca de Agdz, rumbo a Zagora. Aquí Bernardo Bertolucci filmó varias escenas de la novela de El cielo protector, escrita por Paul Bowles.
En todo el trayecto, el cielo atempera el ardor de un sol que se late entre los velos del agua suspendida como manto nublado y que ofrece así una luz que además de otorgar el nombre más exacto a la novela de Bowles, seguramente tiene qué ver con el nombre medieval: todo tiene una claridad suave. 
Ya rumbo a Zagora, más cerca de la frontera con Argelia, tenemos escasos acompañantes en la carretera. A lo lejos, se observa un punto que luego se convierte en un hombre sobre una motocicleta pequeña; su camisa hinchada por el viento, convierte su silueta delgada en un globo. Protege su cabeza con un hijab y lentes negros, no registra ningún cambio de avance al pasar junto a él; los engranes antiguos y metálicos de la motocicleta se aderezan con colguijes que brillan en espejos y colores.
De un kilómetro a otro subimos a un comerciante de quesos, lo acercamos a su sitio de venta. Luego a un vendedor de hierbabuena que perfuma el auto. Más delante un vendedor de yogurth. A un niño que viaja más de veinte kilómetros diarios para trabajar en un lugar donde funden metales. 
-No hay qué temer aquí, la gente del desierto es buena, dice Annafs. 
Llegamos a un punto en el desierto para comprar cigarros. Hay una cabina de teléfono vieja y niñas corriendo igual que lo hacen en el desierto de Coahuila: con pantalones debajo de las faldas, sus cabellos ensortijados castaños con puntas deslavadas de oro, piel oscura y ojos de ámbar.
Entramos al universo de la arena. Dialectos y derivaciones del árabe nos rodean. Las más de las veces, hacemos nacer el silencio solo para mirar. Algo de té, aceitunas y cordero. No todo sale en las fotografías, no todo se dice: es necesario ir.
Desde este pasado hecho presente, en un frasco de cristal, los minerales de la arena roja me acompañan. De vez en vez meto los dedos y cierro los ojos para sentir la textura de la seda.  Ese fragmento de duna que guardo, tiene la luz de la Luna de Mhamid. Desde allí, con ese viaje, sumo fuerza y silencio a mi corazón. Amar es un acto de contemplación.