Parque de atrocidades

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Parque de atrocidades

“Estoy persuadido de que la vida no es lo máximo que se puede perder en el mundo”. Con estas palabras intentaba darse ánimos el escritor romántico, Novalis (1772-1801), cuando se vio tentado a ingresar al ejército en los comienzos de sus veinte años. Por fortuna se arrepiente de acudir a la milicia. Cualquiera que se arrepienta de obtener permiso para matar tendrá un lugar distinguido en este corral destartalado que nombramos “Humanidad”. Novalis tenía, sin embargo, razón pese a su juventud desbordada en actos vehementes: uno puede perder cosas más valiosas que la vida. La capacidad crítica es una de ellas; la ausencia de ánimo es otra; el talento para vivir una vida propia; y así… “No estamos muy seguros, no nos sentimos en casa en un mundo interpretado”; estas agobiadas palabras de Rilke me dictan de golpe una verdad: ¿Quién se siente bien o confortable en un mundo construido por otros y para otros? La mayoría de los humanos somos expertos en masticar papilla. Cierto día nos percatamos de que hemos sido enviados a un parque de atrocidades diseñado para nosotros sin que en semejante edificación se nos haya permitido opinar o disentir. Y al carecer de una independencia o libertad sentida y razonada se vaga por el mundo un tanto a ciegas, como yo mismo, o como William Lovell, el personaje de la novela del mismo nombre escrita por Ludwig Tieck (1773-1853): “¿No me muevo por esta vida como un sonámbulo, como un ciego con los ojos abiertos?”, se pregunta el aturdido Lovell. 

En La voluntad de creer, William James (1843-1910) termina su libro llevando a cabo, según mi opinión, consideraciones de gravedad: “¿Qué piensas de ti mismo? ¿Qué piensas del mundo a tu alrededor?... En todas las transacciones importantes de la vida tenemos que dar un salto en el vacío. Si un hombre decide dar la espalda a Dios y al futuro nadie puede impedírselo. Las decisiones que tomamos van por nuestra cuenta y riesgo. Nadie puede demostrar, sin que quede sombra de duda, que ese hombre está equivocado”. Dos ansiedades o presentimientos afloran en estos breves párrafos de William James: el primero es la necesidad de preguntarse acerca de la opinión que uno guarda de sí mismo (yo me reprobaría, así que no necesitan ustedes reprobarme o insultarme). La segunda es la imposibilidad de tener razón cuando le espetamos a otra persona que está equivocada. No se puede tener razón desde un principio, sino solamente después de haber consumado el hecho que es consecuencia de tales razones. Es por ello que uno cree en sus intuiciones, las expone e intenta medio convencer a los demás de que esas intuiciones convertidas en opiniones y acciones son verdaderas, aunque no lo sean (¿quién puede saberlo?). Si les parece que perdemos el tiempo en estas cuestiones no importa, ya hemos perdido demasiado tiempo como para poder comprender; vivimos en una lata de conservas y nos solazamos en el parque de atrocidades de la comunidad humana. 

Volvamos al principio de esta columna: la vida no es lo más importante que se puede perder en el mundo. Y no me refiero a algunas amigas que han extraviado sus pantaletas en más de una cama y después se han sentido ofuscadas y deprimidas hasta un extremo suicida. Me refiero sobre todo a lo que uno es. ¿Cómo se puede ser alguien en un mundo diseñado por unos extraños a quienes, además, detestamos? Uno queda entonces reducido a la nada, a ser rata que se estrella en una pared y avanza por el pasillo dispuesto de antemano para su paseo o correría enloquecida. ¿Las redes sociales agobiadas por la tontería; las tarjetas de crédito que sustituyen al crédito y financiamiento social; la publicidad manipuladora; los ideales políticos superficiales: los deportes ligados al nacionalismo y a la aberración mediática: las empresas que aludiendo a la libertad crecen de forma desmesurada empobreciendo a sus clientes? Allí tienen algunos juegos de nuestro parque de atrocidades. “¿Qué piensas de ti mismo?”, nos pregunta W. James. Mas para responder a tal pregunta primero habría que detener la habladuría irreflexiva. Forzarse durante varios días a no hablar (acción tan distinta a escribir, como puede serlo un ciervo de un delfín). En el momento en que uno se calla aniquila simbólicamente su lengua física y escucha esa remota voz que es la de uno mismo (en caso de que dicha voz interior, formada también de palabras, no haya sido extinguida a causa de haber dejado de expresarse hace mucho tiempo), entonces es posible que se logre dar cierta respuesta a la pregunta de quién es uno y qué méritos ha hecho para considerarse una persona y no una cosa. Antes de rebelarse, responder o tomar camino hay que saber callarse, porque guardar silencio en el momento adecuado con el propósito de restablecer la palabra hablada es una gimnasia antigua (griega) y necesaria para vivir, aun dentro del establo humano, de nuestro distinguido parque de atrocidades.