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Para Plácida, cáncer no es muerte; es oportunidad
Era el día de tu cumpleaños 58 y recibiste la noticia. El 11 de octubre del 2013, el doctor te dio el diagnóstico de los estudios que te hicieron semanas atrás: cáncer de seno, en el izquierdo. Sentiste que morirías.
Ese momento quedó grabado en tu mente. Era viernes, poco después de las nueve de la mañana.
Cuando escuchaste: “tienes un tumor”, sentiste que la sangre subía a tu cabeza. Tu vista se perdió y sólo escuchabas los murmullos del médico que seguía explicando tu enfermedad. Lo ignorabas.
Habías escuchado sobre el cáncer y sabías que el tratamiento era caro y tú no tenías servicio médico. Desde adolescente fuiste trabajadora doméstica en la Ciudad de México, y a tus casi seis décadas te enfocaste en vender tamales y ropa en los mercados sobre ruedas para mantener a tu único hijo, el que se logró después de los dos abortos de los primeros años de tu matrimonio.
En ese momento la cabeza sólo te daba para pensar cómo le harías para pagar tus deudas, la graduación de la preparatoria de tu hijo Alejandro. Ya no podrías construir un cuarto en el tejabán donde vives en la colonia Pueblo Insurgentes; no podrías pagar tu tratamiento para combatir el cáncer. Pensaste que morirías.
Creíste que no había remedio. Saliste corriendo del consultorio para ir con tu esposo Jesús Alejandro, que se quedó en la sala de espera del Hospital General.
No quisiste escuchar las opciones que el médico tenía para ofrecerte y decidiste irte a la parada del camión, querías regresar a tu casa. Allí te alcanzó uno de los enfermeros para pedirte que regresaras. Llorabas. Te negaste. Pero tu marido te convenció para buscar una solución, no quería perder a su esposa.
La vida después del cáncer
Han pasado cuatro años de que supiste que tenías cáncer, estás en la recepción del área de radioterapia del Hospital Universitario (HU). Hoy cumples 62 años, pero pocos lo saben. Ni tu esposo, ni tu hijo se acordaron de felicitarte.
Eso no te importó, la mañana de este miércoles te preparaste para ir a tu día de voluntariado en el HU. Desde hace meses vienes cada semana para dar ánimos a tus compañeras enfermas. Las apoyas para que no entren en depresión y les explicas cómo fue tu experiencia con la enfermedad.
Les cuentas que te mutilaron el seno izquierdo porque, aunque te hicieron tres biopsias, la doctora nunca encontró la bolita que te causaba la molestia. Esa bolita que hacía que sintieras, desde el pecho hasta la garganta, como si te jalaran con hilos, que te provocaba ardor sin saber por qué.
Son las 11 de la mañana y has terminado de dar las charlas a tus compañeras, pero sigues en el hospital porque platicas con una enfermera estudiante de maestría. Te entrevista. Le dices tu nombre: Plácida Estrada. Le cuentas que estudiaste hasta cuarto de primaria, pero hace unos meses, cuando te pusieron el examen para entregarte tu certificado, los maestros se equivocaron y te entregaron la evaluación para aprobar la secundaria. No sabes cómo, pero lo aprobaste.
Le hablas de tu familia, de cómo te enteraste que tenías cáncer y que, después de que te amputaron el pecho, continuaste con las consultas con el médico; primero cada mes, después cada tres meses y ahora cada seis. Has mejorado.
Después hablas conmigo. Te sientas a mi lado y me muestras tu grande sonrisa. Ya no te sientes mal porque te cortaron el seno; ahora estás feliz porque venciste al cáncer.
Siempre pensaste que quedarías pelona por la quimioterapia y solita te trasquilaste la larga cabellera que siempre tuviste, la que te recogías en una coleta con una trenza como la traes ahora, pero con menos canas.
Nunca tuviste que pasar por ese tipo de tratamiento. A ti sólo te cortaron el pecho aunque, según otro doctor que te consultó, no era necesario retirar todos los ganglios y por eso no pudieron ponerte un implante.
Me cuentas de ti, que el 11 de octubre de 1955 Piltepeco, Huautla, Hidalgo te vio nacer. Llegaste a Saltillo hace 35 años, cuando tu entonces patrona te trajo a la fuerza para que siguieras a su servicio como trabajadora doméstica. No querías estar más lejos de tu familia, ya te habías ido del pueblo para trabajar al D.F.
Tuviste que venirte para Saltillo. El sacrificio valió la pena cuando conociste a Jesús Alejandro y te enamoraste. Ibas a hacer el mandado a Cuéllar y tu ahora esposo comenzó a pretenderte. Después de dos años de novios, se casaron.
Frotas tus manos de mujer de uno cincuenta de estatura; pequeñas y morenas como las de una niña. Me cuentas cómo en diciembre del 2013, cuando te avisaron que debían cortarte el pecho, pensaste que tu esposo ya no te iba a querer y le dijiste que si quería separarse de ti, lo hiciera.
Todavía le reprochas cuando te abandonó y durante cinco años no supiste nada de él. Ni siquiera supiste que se iría; un día salió a trabajar y volvió después de cinco años.
-Si me abandonaste cuando estaba sana y completa, ahora vas a querer irte de nuevo-, le dijiste.
Pero él no te abandonaría otra vez. Te ha apoyado en todo momento.
El 11 de octubre del 2013, Jesús Alejandro te convenció de regresar al consultorio del médico. Aceptaste.
Ahí tu médico te explicaba cuál era el procedimiento que debías seguir. Le dijiste que no tenías servicio médico, pero sí Seguro Popular. Él seguía preguntando: ¿Tu papá tuvo cáncer? ¿Tu mamá? ¿Alguno de tus abuelos?
No sabías si alguien de tu familia falleció de cáncer. No conocías bien la enfermedad porque nunca habías estado tan cerca de ella. El doctor terminó el expediente y te envió al Hospital Universitario.
Ese día llegaste a radioterapia del HU por primera vez. Cuando entraste te dieron ganas de llorar. Viste a todas las mujeres con sus turbantes cubriendo sus cabezas sin cabello; los pacientes agotados porque les acababan de aplicar la quimioterapia. Querías salir corriendo otra vez.
Pasaste tu cumpleaños en un hospital hasta las seis de la tarde. Cuando llegaste a tu casa sólo te acostaste en tu cama y te pusiste a llorar. Durante varios días estuviste en depresión y querías estar encerrada en tu casa todo el tiempo.
Tuviste que soportar comentarios poco sensibles. Después de tu operación —el 14 de enero de 2014— una amiga te visitó en tu casa, se metió como si fuera la suya y te repetía que estabas muy gorda. Ella no sabía que subiste de peso por el suero que tomabas como tratamiento después de tu enfermedad. Tu amiga ni siquiera sabía que habías tenido cáncer.
Cuando le explicaste que te quitaron el pecho izquierdo, todavía te dijo que una de sus tías se había muerto de eso.
Poco a poco te sentiste mejor.
Al día siguiente de que platicaste conmigo, mi compañera fotógrafa y yo te visitamos en tu casa. Tu hogar resalta de los demás, es la única vivienda que está construida con láminas, alambre de colchón y algo de madera. Tu esposo nos abre la puerta y vemos una sala muy ordenada, ¿cómo no iba a ser así? Si la mayor parte de tu vida trabajaste limpiando otras casas.
Son las 10 de la mañana y tú ya llevas avanzadas las hojas que has embarrado de masa para los tamales que venderás en el mercado que se pone afuera de tu casa.
Ya no te pones triste porque no tienes un seno, platicas que a los 15 días después de tu cirugía te pusiste a hacer tortillas de harina para tu familia. No podías mover muy bien tu brazo, pero habías escuchado que si no lo movías, podría quedarte así.
Hoy, tú animas a quienes tienen cáncer a no dejarse vencer. Porque aunque al inicio pensaste en rendirte, luego entendiste que no perder el ánimo y las ganas de vivir es lo más importante cuando padeces una enfermedad así, y después de todo; una sonrisa como la tuya vence lo que sea.
EL MAL
Algunos tipos de cáncer de mama se pueden curar y hay varias opciones de tratamientos dependiendo del tipo de cáncer de mama, la edad del paciente, la gravedad de la enfermedad y si el cáncer se ha diseminado o no.