Palabras, palabras, palabras...

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Palabras, palabras, palabras...

Desocupado que soy -desocupado que estoy-, ocupé mis lecturas de este forzado encierro en hallar palabras que usaban los clásicos castellanos y que usamos nosotros todavía. En Cervantes y Tirso, en Alarcón y Góngora, en Quevedo y Lope he encontrado vocablos que tienen medio milenio y más de edad y que no obstante empleamos aún en nuestros días como términos corrientes.

No me refiero a palabras de uso diario, sino a modismos, expresiones figuradas, oraciones o frases que han resistido la prueba del tiempo y siguen en nuestra habla como herencia de un riquísimo pasado que no conocemos o en el que no pensamos nunca.

A poco andar he recogido voces como “gorrón”, que ya usaban los escritores del Siglo de Oro, el dieciséis, exactamente en el mismo sentido que nosotros damos a la palabreja, aplicada a quien tiene por costumbre medrar a costa ajena, como aquel tipo que preguntaba en la cantina:

-¿No han visto a Thomas?

-¿Qué Thomas? -preguntaba alguien siempre.

-Hombre, muchas gracias -respondía el gorrón-. Un tequilita, doble.

Luego decía:                    

-Estoy techando.

-¿Qué techas?

-Otro tequilita.

Se usaba ya en tiempos cervantinos la expresión “dos de bastos” para describir la maniobra del ladrón que saca con dos dedos la cartera del bolsillo de su víctima. También se empleaba una expresión que yo creía muy mexicana: “Se lo chupó la bruja”.

“Las necesarias” eran en tiempos de don Quijote las letrinas. Mis tías decían “la necesaria” para aludir púdicamente a la bacinica. Hace unos días recordé que también la llamaban “taza de noche” o “borcelana”, término que ya registra la Academia, derivado de “porcelana”. En casa de una familia rica a la que fui de niño oí que al entonces muy útil adminículo la señora le decía “el tibor”, expresión que me pareció muy elegante, y lamenté que no se usara también en nuestra casa.

Por el mismo camino hallé “ensuciarse”, hacer del cuerpo con la ropa puesta. “El niño se ensució”. Y, con igual sentido, “hacerse”. “Ya se hizo el niño”. Usamos nosotros la expresión; la usaban también Góngora y Cervantes.

Otra modismo empleamos que los galanos escritores del dorado siglo español empleaban igualmente: la frase “a puros” o “a puras” para significar “a fuerza de”. Por ejemplo: “Lo sacaron a puras patadas”. Parece modo vulgar, pero no: castiza es la expresión.

Luego encuentro vocablos que parecen de pura raíz española y son mexicanísimos; y otros, por el contrario, que parecen voces de México y son llegadas de la España. Consideremos la palabra “gis”. Viene del latín “gypsum”, que significa yeso. Es la palabra -de origen europeo- que usamos en México para nombrar ese útil escolar. Los españoles no lo usan: ellos dicen “tiza”. ¡Y la voz “tiza” viene del náhuatl! “Tizatl” era una arcilla terrosa y blanca. Curiosa paradoja, o paradójica curiosidad: los mexicanos usamos el término español, y los españoles emplean la voz náhuatl.

En cambio la palabra “mogote”, que yo creía mexicanismo -quizá por influencia de “molote”-, es más española que la Virgen de la Macarena. O, mejor dicho, que la de Aranzazú, pues el voquible es vasco: proviene de “moko”, que no significa eso, sino punta. El mogote es una elevación pequeña del terreno o una mojonera para marcar linderos.

Yo amo a las palabras porque de ellas vivo. Me perdonarás, tú, que me haces el favor de leer lo que escribo, que esta vez haya escrito palabras sobre las palabras.