Otro Saltillo (II)

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Otro Saltillo (II)

El Tilico no tenía oficio, pero sí beneficio. Jamás en su vida había trabajado, lo cual no deja de tener cierto mérito. Gozaba, sin embargo, de un mediano vivir gracias a que era un sinvergüenza. Eso también tiene su chiste, pues en un mundo en el cual hay muchos motivos para andar avergonzado aquel Tilico poseía una envidiable aptitud para la desvergüenza. Eso, si no es para admirarse, sí es para reconocerse.

Vivía el Tilico en una vecindad del barrio del Águila de Oro. No tenía mujer, pero sí mujeres. Quiero decir que de repente se juntaba con ésta, luego se le veía con esta otra y al rato andaba con aquélla. Su especialidad eran las señoras que bailaban, las pintadas, las de la letra pe. Solía inspirar en ellas gran cariño, y a cambio les extendía su generosa protección. No por el interés, no, sino por el capital. Les decía que les iba a guardar su dinerito, no fuera a ser que algún aprovechado se los fuera a quitar. Ellas, pobrecitas, le confiaban sus caudales, y el Tilico se desaparecía y regresaba tiempo después muy campante. Las doñas le reclamaban el depósito, y él las consolaba con aquello de que el dinero va y viene. Sí: se les iba a ellas y se le venía a él. Bien dice el Padre Ripalda, que a nadie le falta Dios.

Llegó el día, sin embargo, en que el tal Tilico no tuvo patria ya entre las mujeres. De mantenido pasó a tenido en mal. Ninguna le volvió a confiar sus ahorros. Cuando les ofrecía ser su banquero ellas le hacían un ademán muy feo consistente en mostrarle extendido el dedo índice de la derecha mano asomado repetidas veces por entre la curvatura que forman ese dedo y el pulgar de la otra mano. ¡Qué falta de educación!

Fue entonces cuando el Tilico degeneró en ratero. Porque el otro oficio, el de chulo o cinturita, no deja de tener cierto prestigio, a pesar del nombre tan feo que se le da y que no es ninguno de los dos que arriba puse. Hasta canciones tienen los que se dedican a ese giro: una que se llama “El Pichi”, de la celebrada obra “Las Leandras”, y otras menos alusivas pero igualmente dedicadas a ellos como “Cheque en blanco”, “El Calcetín” (ésa que dice: “Como si fuera un calcetín tú me pisas todo el día”, etcétera), y varias más del mismo jaez.

Los robos del Tilico eran pequeños, por eso estaba en riesgo siempre de ir a la cárcel. Si hubiera sido de los ladrones grandes habría podido alternar en sociedad. Pero era ladrón chico. Su mayor latrocinio fue el de aquel marrano -ni tan grande; 30 o 40 kilos, a lo más- que estaba en la sucia pocilga que le tenía su dueña ahí mismo, en la vecindad. Pobre animalito; siempre estaba solo. Un día que la mujer salió a comprar unas cafiaspirinas el Tilico se echó en los lomos al puerco y salió de la vecindad con pasos expeditos. Fue por calle de Matamoros con intención de tomar luego la de Juárez y llegar por Allende hasta el Mercado, donde lo vendería.

Pero el hombre propone, Dios dispone, y luego llega la autoridad y todo lo descompone. Dispuso el Señor que en una esquina estuviera el Municipio. Es decir, un gendarme. Ya conocía al Tilico, y le preguntó:

-¿A dónde llevas ese marrano, Tilico?

-Aquí nomás, al centro, jefe -respondió el gran sinvergüenza-. Estaba muy triste el probecito, y lo llevo a que vea los aparadores.

A ver la luz a cuadros llevó el gendarme al tal Tilico. Quiero decir que lo llevo a encerrar en una hedionda ergástula de la policía municipal. En cuanto al marranito, entiendo que el gendarme tuvo chicharronada en su casa ese fin de semana. No era cosa de dejar que el cuerpo del delito se perdiera.

Saltillo es otro ya, no cabe duda. ¿Quién va ahora a pasear al centro? Nadie. Eso de ir a ver los aparadores se acabó. Y otros también somos nosotros. ¿Será eso para bien o para mal? Quién sabe. A lo mejor es para las dos cositas, como decía el Oaxaquita, músico callejero, cuando en las casas le preguntaban si quería desayunar o almorzar.