Otro Saltillo

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Otro Saltillo

Don Eduardo L. Fuentes, poeta inolvidable que tuvo como ejercicio escribir un soneto cada día, sacaba una columna cotidiana en el periódico de don Benjamín Cabrera, periódico que se llamaba “El Diario” pero que la publicación rival, “El Heraldo del Norte”, jamás citaba por su nombre, sino llamándole “el periódico de la calle de Múzquiz”. El artículo de don Eduardo tenía hermoso título: “Este Saltillo”. En él hablaba de las cosas de la ciudad; de los pequeños chismes de aquel tiempo, los años cuarenta y cincuenta. Decía quién iba y quién venía; quién había viajado a México, a San Antonio, ¡a Monterrey!; quién estrenó coche en días pasados, y cómo estuvo integrada la comisión -el papá del novio; un señor importante y siempre un sacerdote- que fue a pedir la mano de Fulanita para Fulanito.

Ya nadie podría hacer una columna que se llamara así: “Este Saltillo”. Sucede que ahora Saltillo es otro. Vas a un restorán y no conoces a nadie. Y eso no es lo malo: lo malo es que nadie te conoce a ti. Quién sabe si eso sea ventaja o desventaja, pero lo cierto es que así es.

Hoy voy a hablar de un tipo a quien todo mundo conocía en aquel Saltillo del ayer: El Tilico. El Tilico era un vago y malviviente que mal vivía en El Águila de Oro. Ese bravísimo barrio se llamaba así por una tienda. Eso de usar el águila para nombre de fábricas o de comercios era muy común. “El Águila Real”... “El Águila Descalza”... “El Águila Negra”... Había una marca de cigarros “El Águila”, y una frase para significar que a alguien le había llegado un golpe de buena suerte. Decía la gente hablando del afortunado:

-Se le paró el águila.

Ya no se usa esa expresión. Tengo la idea de que la frase proviene de un curioso episodio de nuestra historia. En cierta ocasión aquel espléndido bribón que fue don Antonio López de Santa Anna formó a sus tropas para pasarles revista en vísperas de una batalla. Cuando llegó a caballo el general apareció un águila que luego de planear majestuosamente sobre el ejército bajó de pronto y se posó en el hombro de Santa Anna. Los soldados rompieron en vítores y aplausos. Parecía que el águila anunciaba la gloria del caudillo. Qué barbaridad; si los pájaros supieran de historia, en vez de un águila debió posarse sobre Santa Anna una urraca ladrona, cuando no una gallina o un guajolote, también llamado pavo, totol, cócono o pípilo.

Pero me he apartado del hilo del relato. No importa: lo mejor de los relatos es que no tengan hilo; así cualquiera los puede hilar como le guste, o deshilarlos. El caso es que el Tilico era un vago que vivía en el Águila de Oro. Cierto día se robó un puerco. Se lo cargó en el lomo y fue calle abajo -por la de Matamoros- para tomar Juárez y encaminar sus pasos al Mercado Juárez. Se proponía vender ahí el animalito a un carnicero que ya antes, sin hacer preguntas jurídicas sobre la propiedad o posesión del bien, le había comprado otros iguales frutos de su industria.

Pero ¡oh mal sino! Ya para llegar a la calle que también lleva el nombre de don Benito Juárez le aconteció al Tilico un suceso desastrado que al traste dio con su buena fortuna. Y fue que...

(Mañana continuará el relato, Deo volente. Y mañana también terminará).