Oscar Wilde: Noviembre 30 de 1900
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Oscar Wilde: Noviembre 30 de 1900
Recuerdo haber escrito alguna vez una anécdota de la adolescencia en la que mucho tenía que ver la figura de Oscar Wilde, el escritor irlandés (1854-1900), célebre autor de la novela “El Retrato de Dorian Gray”, varias comedias, cuentos, ensayos y poemas.
Hacia las postrimerías de los años 60, se reprodujo en no sé qué periódico mexicano una breve nota sobre los derechos de los homosexuales en la Inglaterra de aquella década inolvidable. El texto iba acompañado de una fotografía por demás elocuente: una multitud marchaba por las calles de Londres enarbolando varias pancartas que ostentaban una imagen de Wilde y estas palabras escritas en grandes caracteres: “Liberen a Oscar Wilde!”.
Años después me di cuenta del furor que causó, en 1967, la decisión legal de no seguir considerando a la homosexualidad como un delito “nefando” en varios países del Reino Unido. Ese año empezó la carrera por despenalizar esta condición que llevó a Oscar a la ruina absoluta y a la humillación más ominosa.
Parece increíble que estos hechos sucedieran precisamente en Inglaterra, a la que consideramos epítome de la civilización y la flema de los “buenos modales”. 1967 fue el año en que The Beatles lanzaron al mundo su “Sargento Pimienta”, en cuya portada aparece, sintomáticamente y entre muchos otros, el rostro de Wilde.
Gracias a la triste historia de amor que protagonizaron el autor de “Salomé” y Lord Alfred Douglas, ese entonces joven, hermoso y caprichoso aristócrata, Wilde fue arrastrado a enfrentar tres juicios onerosos y, finalmente, a la cárcel, “por sodomita y corruptor de la juventud” de su momento. Era 1895. Era la hipócrita y mojigata época victoriana.
El asunto es mucho más complicado de lo que parece. No sé si pueda dilucidarlo en unos cuantos párrafos, a pesar de que ya se han escrito miles de libros e infinidad de artículos acerca de lo sucedido durante el juicio y después de él. Lo que deja sin habla es el hecho de que el debate legal británico en torno de la homosexualidad ha llegado hasta el siglo XXI, aunque parezca una “real” estupidez.
Con los años, concluyo que el mejor Oscar Wilde es menos el que se nos ofrece en sus obras que el que hizo de sí mismo a través del dandismo, la pose deliberada, y muy especialmente, la conversación: literatura oral. Porque Oscar fue un conversador extraordinario: todos sus amigos y conocidos coinciden en que el escuchar a Wilde era mucho más interesante y seductor que el leerlo. La lectura de sus obras apenas parecía una pálida sombra de lo que significaba escucharlo hablar “en vivo”.
Su vertiginoso ascenso social se debió a esta capacidad de delicioso conversador. Muchas de sus obras pasaban primero por la prueba de ser varias veces contadas a un auditorio; después eran escritas durante el tiempo que su vida social –y Douglas- le dejaban libre. De hecho, Wilde pudo haber sido un escritor mucho más grande de lo que fue si hubiese dedicado menos tiempo al “gran mundo” –como diría Proust- y más a la escritura. Con razón afirmaba: “Puse mi genio la vida y sólo el talento en mi obra”.
Amante de la poesía, hubiese querido ser un verdadero poeta. No fue así, en el sentido pleno de la palabra. Fue, más bien, un exquisito decadente que supo aprovechar todo lo que estuvo a su alcance para hacer de sí mismo un mito y para escribir algunas obras que deben demasiado a otros, salvo, quizá, sus cuatro espléndidas comedias y sus ensayos.
Oscar hizo de su vida una obra de arte: una suerte de tragedia, para ser preciso. En los días borrascosos, durante una estancia en Argelia, dijo al francés André Gide, quien le conminaba a abandonar Londres en aquellos momentos críticos para Wilde: “¿Dejar Inglaterra? No, no… He llegado a la cumbre… Y no soporto más. Sé que algo tiene que suceder…” (Cito a Gide de memoria).
Sucedió la catástrofe. Oscar se había casado con la bella Constance Lloyd, con quien se instaló en Chelsea y con quien procreó dos hijos: Cyril y Vyvyan, el primero, muerto en la Primera Guerra Mundial. Merlin Holland, nieto (vivo) de Oscar, es hijo de Vyvyan. En 1891 conoce a Lord Alfred Douglas, cuya histérica personalidad lo llevaría al despeñadero, cuatro años después. Bosie –nombrecito mimoso con que la familia llamaba a Douglas- tenía 21 años cuando conoció a Wilde, quien contaba con 36 y ya era una controvertida personalidad en Inglaterra.
Como las comedias de Oscar empezaron a tener un gran éxito en Londres, ambos llevaron un dispendioso tren de vida, cuyas facturas pagaba el dramaturgo, por supuesto. Desde 1891 Wilde llevó una doble existencia –Bunbury, de “La importancia de llamarse Ernesto” o “de ser formal”-: la del marido y padre de familia y la de ciertos bajos fondos, Alfred incluido. ¿O fue desde antes?
“Algo tenía que suceder…”, sí. El triunfo obnubiló a Wilde y pensó que podía seguir desafiando a una alta sociedad que odiaba en secreto su alegría infantil, su libertad, su ingenio, su indiscutible brillantez. No fue así. Una tarjeta que el simiesco Marqués de Queensberry, padre de Douglas, dejó en el Club Albemarle, del que Wilde era socio, desencadenó la tempestad: “A Oscar Wilde, que presume de somdomita” [sic], escribió en ella y ordenó que fuese entregada al artista.
Cuando Oscar leyó la tarjeta entabló, erráticamente, una demanda contra el Marqués. En muy poco tiempo, Wilde pasó de demandante a demandado y acusado. La policía, el Marqués y otros personajes se confabularon para reunir testigos y pruebas contra el artista… Al final, Oscar fue condenado a dos años de trabajos forzados en prisión.
Este fue el “gran finale” que Wilde necesitaba para hacer de su vida todo un drama espeluznante. La cárcel, el descrédito y la humillación acabaron con él. Ya no escribió más, si excluimos “La balada de la Cárcel de Reading” y una carta dirigida a Douglas: “Deprofundis. Epistola in carcere et vinculis” [En la cárcel y aherrojado”], que no fue publicada completa hasta cerca de los años 70 del siglo XX.
Quizá para conmemorar un aniversario más de su muerte, y si tiene los medios para ello, el lector puede hospedarse en el Hotel d’Alsace, en París, donde murió Oscar, y donde hay una habitación dedicada a él –no fue ésa en la que falleció de meningitis, pobre y olvidado, el 30 de noviembre de 1900-.
Y para completar la conmemoración, puede visitar su sepulcro en el célebre cementerio Pére Lachaise. Recomiendo que no se compre un mapa: intérnese en esa ciudad de los muertos; ahí se encontrará también con otros grandes habitantes como Marcel Proust, Chopin, Isadora Duncan, Jim Morrison y otros entrañables.