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Optar o no optar

El mundo está plagado de retos y complejidades. Entre las más peliagudas circunstancias a las cuales suele enfrentarnos el destino se encuentra el hecho de escoger. Sobre todo, si hay varias opciones y todas se muestran igualmente deseables, pues en ese caso la elección, lejos de permitirnos acceder a lo mejor, implica una renuncia.

Descartar posibilidades puede convertirse en una tortura, en un camino alfombrado de espinas, cuyo final no es la certeza orgullosa de habernos hecho con la joya de la corona, sino la frustración de haber renunciado a mucho.

Eso pasa justamente cuando nos colocamos frente a un buen buffet: el dilema no está en decidir cuál de los platillos nos resulta más apetitoso, sino en determinar a cuáles delicias vamos a renunciar.

Lo mismo les ocurre —supongo— a las damas ante un aparador de Ferragamo: no hay dificultad para decidir cuáles zapatos quieren llevar consigo... Simple y sencillamente los quieren todos. Pero si el presupuesto solamente alcanza para un par, la ruta hacia la elección deviene en auténtica tortura.

Llámele ambición, codicia o como quiera. Es una realidad puntual e innegable: cuando debemos optar, nuestro cerebro no hace cálculos alrededor de aquello con lo cual terminaremos quedándonos, sino en torno al resto. En esta columna sostenemos por ello una premisa: los procesos de adquisición pueden conducirnos con mayor frecuencia a la decepción porque lo dejado atrás, lo abandonado es, en conjunto, superior a lo conquistado... Y para colmo, eso a lo cual debimos renunciar seguro lo tendrá alguien más.

La sensación de frustración es además amplificada por un aspecto perverso del proceso de optar: lo escogido nunca tiene todas las mejores características del universo analizado.

Si hablamos de un auto, por ejemplo, debemos conformarnos con llevarnos a casa el mayor número de caballos de fuerza, o los mejores frenos, o el mejor equipo de sonido, o el mejor rendimiento de combustible, o la mejor tecnología de navegación, o la mayor estabilidad en carretera...

Si se trata de un teléfono celular, el mercado nos forzará a optar entre la mejor pantalla, el menor peso, la mayor duración de batería, la mejor navegación por internet, la más amplia cobertura, las tarifas más bajas... Bueno, en realidad esta última no es una opción real.

Y si de escoger pareja se trata... Bueno: la argumentación es innecesaria.

La constante es básicamente la misma en la práctica totalidad de los casos: encontrar una opción capaz de satisfacernos por completo es una empresa virtualmente imposible.

Y el origen del problema es bastante simple: nosotros lo queremos todo.

Existen, sin embargo, ejemplos de selección capaces de escapar a esta regla, pues al elegir no aparece la frustración implicada en el hecho de hacer a un lado opciones apetecibles. Uno de ellos es la compra de cigarros: quienes fuman suelen tener preferencia por una determinada marca de cigarrillos y eligen entre las diferentes presentaciones existentes sin sufrir por la discriminación realizada.

Simplemente llegan al mostrador, piden una cajetilla —o varias— de su marca favorita y eligen una de sus presentaciones de conformidad con sus hábitos personales o a partir de la coyuntura: cajetilla dura o suave; tamaño regular o extralargo; presentación de 14 o 20 cigarros... ¡Simple!

Hace unos días, sin embargo, descubrí cómo las regulaciones en materia de salud han introducido un elemento de complejidad para los fumadores a la hora de comprar cigarros. Ya no es tan fácil como antaño.

Andaba en compañía de mi amigo, el abogado Alfredo Patiño, y pasamos a un oxxo para comprar unas chelas y una bolsa de hielo. Él aprovechó para comprarse unos cigarros y entonces tuvo lugar un interesante diálogo:

—Señorita: unos Marlboro blancos, por favor. Cajetilla dura.

—Aquí tiene.

—¡No, señorita! De estos no... A ver, ¿de cuáles tiene?... Los de los dientes me recuerdan a una ex novia... Los de la rata me dan asco... Y los de los pulmones están re feos...

Según deduje, la dependienta nunca se había topado antes con un cliente a quien le importara la foto con la cual, por orden de la Secretaría de Salud, se decoran ahora las cajetillas de cigarros, razón por la cual, entre divertida y sorprendida, procedió a colocar delante del abogado Patiño todas las opciones de la galería del horror.

Contrario al proceso de selección ordinario, a don Alfredo no le impedía decidirse el dolor de dejar atrás opciones igualmente deseables, sino exactamente lo contrario: simplemente no quería llevar consigo ninguna de aquellas imágenes.

Pero el gusto por la nicotina —como siempre— se impuso. “Esta bien: déme la del cáncer de lengua…”, dijo con un tono a medio camino entre la derrota y la resignación.

¡Feliz fin de semana!

Twitter: @sibaja3