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Opinión: El fútbol necesita una revolución pero no la de Florentino Pérez
Por David Jiménez
MADRID — Solo en un mundo que vive de espaldas a la realidad, como el del fútbol, quienes lo han llevado a la ruina podrían presentarse como sus salvadores. Es una de las contradicciones que ha matado la Superliga, la escisión promovida por los 12 clubes más ricos de Europa para crear una competición que les reportara más beneficios.
El proyecto, que desató la ira de clubes, aficionados, gobiernos y organismos internacionales, pretendía devolver el fútbol a sus orígenes elitistas, obviando el impacto social que tiene en millones de fans que sueñan con ver a sus equipos codearse con los mejores. Estaba en juego el reparto de 7000 millones de euros al año, pero también la esencia del deporte más popular del mundo.
Y, sin embargo, los impulsores de la idea tienen razón cuando aseguran que el fútbol necesita una revolución. No la que proponían, sino otra que devuelva la cordura económica y las esencias a un deporte transformado en una industria sin alma.
La Superliga era una ambición del presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, que la presentó como solución para un deporte a la deriva y con unos equipos “arruinados”. ¿Por quién? Pérez y sus millonarios socios, al frente de los grandes clubes europeos, olvidaron mencionar que por ellos mismos. Su codicia llevó a clubes, futbolistas, entrenadores e intermediarios de todo tipo a explotar la pasión de los aficionados hasta la extenuación.
La solución que proponían, una vez esquilmada la gallina, era más codicia y un botín repartido entre menos equipos.
La primera medida propuesta consistía en repartir 3500 millones de euros entre los miembros de la nueva asociación, para compensar el impacto de la pandemia, convertida en el pretexto de problemas que en realidad vienen de largo. El Fútbol Club Barcelona, que también se unió al plan, es un buen ejemplo.
El equipo catalán se encuentra al borde de la quiebra con una deuda de más de mil millones de euros, después de un despilfarro que ha incluido el pago de 555.237.619 euros a su principal estrella, Lionel Messi, por las últimas cuatro temporadas, según el contrato desvelado por El Mundo. Otros clubes europeos, incluido el Real Madrid, tienen urgencias económicas que atender, penalizados por una burbuja de fichajes millonarios, sueldos indecentemente altos o la financiación de nuevos estadios.
El año pasado, solo los seis futbolistas mejor pagados en Europa costaban a sus clubes 24 millones de euros al mes en salarios. Entrenadores y agentes no van a la zaga.
La ambición de hacerse con los mejores futbolistas a cualquier precio fue una de las marcas de Pérez cuando creó su equipo de Galácticos a principios de siglo. La apuesta, insostenible en los nuevos tiempos, multiplicó el valor de los clubes y aumentó artificialmente los ingresos por derechos televisivos, a la vez que relegaba el mérito deportivo en favor de la chequera. Presionados por mantener el ritmo de fichajes y a las aficiones entretenidas con victorias, los equipos se olvidaron de los principios. ¿Comercio de jóvenes talentos en África y Sudamérica a cambio de contrapartidas para sus padres? ¿Promoción de las apuestas y el juego? ¿Encubrimiento de jugadores que defraudan a Hacienda?
En la gran fiesta del fútbol, todo valía.
La acumulación de riqueza y la concentración de los mejores jugadores en unos pocos clubes hizo a su vez que las competiciones fueran cada vez más desiguales —Madrid y Barcelona han ganado 14 de las últimas 15 ligas de la primera división española, donde compiten veinte equipos— y que los aficionados perdieran interés. Durante la pandemia muchos fans han descubierto que pueden vivir sin asistir a los estadios y los jóvenes se sienten cada vez más despegados del deporte.
Un 40 por ciento de quienes tienen entre 16 y 24 años ya no le prestan ninguna atención al fútbol, según una encuesta de la European Club Association (ECA). Si no se logra romper esa tendencia, la actual estructura millonaria de los clubes será insostenible.
Florentino Pérez, uno de los principales urdidores en la sombra de la fallida Superliga, acierta cuando asegura que el fútbol está en crisis, con audiencias en descenso y una urgente necesidad de renovación para competir con nuevas formas de entretenimiento. Pero su receta para solventarla, la misma que le ha convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos en España, contradice los principios más elementales del deporte.
Pérez está acostumbrado a ganar, aunque sea a costa del interés general. Y, cuando existe el mínimo riesgo de no hacerlo, cambia las reglas de juego. La derrota de su proyecto internacional es una experiencia a la que no está acostumbrado en España, donde sus intereses están protegidos por una red clientelar en los medios, el sector empresarial y la política. El palco del estadio Santiago Bernabéu es uno de los grandes centros de poder del país; su multinacional, la constructora ACS, una de las principales concesionarias de proyectos de infraestructura con obras dentro y fuera de España; y sus contactos, una vía para lograr privilegios en las esferas más altas del Estado, según investigaciones de El Confidencial. Poco después de llegar a la presidencia de Real Madrid en julio de 2000, consiguió recalificar terrenos municipales en favor del club, a pesar del perjuicio que supuso para los contribuyentes.
Pérez carece de la misma influencia en el exterior y, lejos de contar con el apoyo necesario, se encontró con una oposición que incluyó enemigos formidables como el gobierno británico. Una de las lecciones del fracaso de su Superliga es haber demostrado que la renovación del fútbol necesita otro perfil de directivo para tener éxito.
Clubes y organismos internacionales deberán ahora sentarse a negociar la futura competición europea y un nuevo modelo de reparto de beneficios. Esas conversaciones deberían ir encaminadas hacia una revolución ordenada del fútbol. La imposición de topes salariales en los clubes, una mayor regulación del mercado de fichajes y un regreso a parámetros económicos razonables son asuntos urgentes. Y, sin embargo, hay algo del actual modelo que jamás debería cambiarse.
La Liga de Campeones, que sobrevive al desafío a pesar de sus defectos, es una competición abierta a la que pueden acceder clubes de toda Europa que obtengan buenos resultados en sus ligas nacionales. La alternativa que ofrecían Pérez y sus aliados de los clubes más ricos, donde ellos se aseguraban una plaza fija independiente de los resultados, reducía las oportunidades para jugadores, equipos de menor tamaño y aficionados, que hoy ven con alivio cómo sus aspiraciones de medirse a los mejores siguen intactas.
Los principios del mérito, la universalidad y la capacidad de unir a comunidades diversas deben seguir siendo parte de la esencia del fútbol.
c.2021 The New York Times Company