O greñudo o cachondo

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O greñudo o cachondo

Casi siempre las buenas noticias van acompañadas por una mala.

-La buena es que a la Paramount le gustó mucho tu libreto. La mala es que la Paramount es una cabra.

Casi siempre las malas noticias van acompañadas por una buena.

-La mala noticia es que su esposa tiene una enfermedad venérea. La buena es que usted no se la contagió.

No existe dolor absoluto, ni hay felicidad completa. En la más negra tempestad se ve un claror, y en el más radioso cielo de primavera hay una nubecilla. La vida, decía O. Henry, está hecha por partes iguales de risas y moqueos.

A los calvos les ha preocupado siempre su calvicie. Ante ella se sienten menesterosos, indigentes. El vocablo “bisoñé”, que designa al adminículo piloso usado por algunos calvos para cubrir su desnudez craneana, viene de la palabra francesa “besogneux”, necesitado.

Vivió aquí un conocido sacerdote que se cubría la vergonzante calva con un peluquín. Mi tía Adela, sabia como todas las Aguirre, decía hablando de él: “A mí no me den por bueno a un cura que usa bisoñé”.

De todos los remedios echan mano los pelones. Recurren a mil variados expedientes. Los hay que tienen pelo en la parte del occipucio. Lo dejan crecer hasta los glúteos y luego se lo peinan hacia adelante, y aun se hacen copete estilo Peña Nieto o caireles como los que usaba el Charro Cantor, Jorge Negrete. Otros tienen cabello a los lados de la cabeza. Con cuidado de artífices que trabajaran con hilitos de oro van disponiendo cada hebra sobre la monda y lironda superficie. Cuando terminan la ardua faena parece que llevaran en el coco un código de barras.

Llega el momento, sin embargo, en que se acaba la materia prima para esas laboriosas peinaduras. La hora viene en que los cabellos son tan escasos que cada pelo puede tener su propio nombre. “Amadís creció un poco”. “Hoy sufrí la pérdida de Gamaliel”. Finalmente queda la cabeza monda y lironda. Vengan entonces todos los recursos de la farmacopea y la charlatanería: antiguas pócimas que decantaban los barberos; elíxires de tres potencias capaces de crear una selva en el Sahara; miríficas lociones que abrían los poros y hacían salir por ellos pelos traídos de otras regiones corporales. Mil y mil expedientes, a cual más misterioso: frotarse la cabeza con agua de gobernadora; embarrarse en la cabeza caca de vaca serenada (serenada la caca, no la vaca); sacar el cráneo por la ventana y exponerlo a los rayos de la luna llena, que si hace surgir las mareas con más razón podrá hacer que resurjan las débiles raíces del cabello.

Hace unos días se dieron a conocer en Alemania dos noticias, una buena y una mala. La buena es que se acaba de descubrir un nuevo medicamento que hace salir el pelo en cuestión de días. La segunda es que tal medicina provoca la desaparición absoluta y permanente del apetito sexual. Puestos a escoger, estoy seguro de que muchos calvitos escogerían andar greñudos a andar calientes. Sin embargo igualmente estoy cierto de que sus señoras esposas reprobarían la elección, y los preferirían peloncitos pero cachondones.

Si el buen Dios me enviara el don de la calvicie -dicen que todo los calvos son inteligentes- yo luciría mi calva con una altiva dignidad de senador romano. Nada de pretender disimularla con coleadores o estropajos: iría erguido y orgulloso, como caminaban Telly Savalas y Yul Brynner. Presentaría mi calvicie al mundo no como una carencia, sino como galana muestra de masculinidad. Y en mi escudo pondría el apotegma popular:

“¿Cuándo has visto un burro calvo?”.